/ martes 4 de junio de 2024

Todo el mapa político de México se va a redefinir

No es verdad el lugar común que asevera que el poder vuelve loco a quien lo ocupa, por más que abunden ejemplos a lo largo de la historia de gobernantes que lo ejercieron como si, en efecto, su influjo los hubiese desquiciado.

No es verdad tal aseveración porque también es posible encontrar en los anales de Clío casos de quienes gobernaron con prudencia e incluso con admirable acierto. Claro que la sensatez es menos espectacular y no causa tanta alharaca como la insania.

Pienso en Nelson Mandela. Tras más de un cuarto de siglo encarcelado salió de prisión para convertirse en presidente de un país en el que durante 44 años la mayoría negra estuvo sojuzgada, marginada, discriminada por la minoría blanca, que era apenas la quinta parte de la población. Incluso se atentaba contra Eros, estaban prohibidos los matrimonios interraciales.

Cuando Mandela fue liberado y elegido presidente del país, abundaban quienes ansiaban vengarse de la minoría blanca. El nuevo mandatario pudo desatar una cacería para desquitarse de los agravios de varias décadas. Se lo exigían incluso sectores del partido que lo postuló para la presidencia.

Pero Mandela, hombre sabio, humanista y con valores éticos inquebrantables, no tenía sed de venganza, sino anhelo de que su nación se hiciera un país democrático, con igualdad de todos ante la ley. Pudo haber optado por la revancha, optó por la reconciliación.

Calígula no nombró cónsul a su caballo incitatus, si es que esa divertida leyenda es verídica, porque el poder lo hubiese enloquecido, sino porque quería burlarse del Senado y, de este modo, mostrar su desprecio a las instituciones del Imperio.

Hitler, Stalin y Mao no enloquecieron a partir de que llegaron a ser los tiranos de sus respectivos países, desde mucho antes de que se convirtieran en dictadores, desde que militaban en la oposición, querían instaurar una dictadura para hacer realidad sus delirantes ideales. López Obrador llama traidores a los cientos de miles de ciudadanos que no están con él, pero no lo desquició el poder, sino un narcisismo rencoroso y despótico, al que el poder volvió más pernicioso, y para el cual solo hay una manera de que nos exima del grave cargo de traición: basta con que nos rindamos, que votemos por Morena. Entonces nos bañarían las aguas del Jordan, aunque al precio de entregar nuestro país sin pelear al partido que lo ha venido devastando.

Durante los últimos años, como sociedad, hemos mantenido tal cercanía con la tragedia, la desgracia y la muerte que se ha generado una suerte de indolencia que es cada vez más preocupante.

Al parecer ya nos acostumbramos a escuchar o leer las noticias que nos hablan de la muerte con la misma ligereza con la que se anuncia un bloqueo en las calles o el cambio de precios en los productos de la canasta básica, de tal suerte que apenas logramos darnos por enterados cuando se da a conocer el asesinato de una persona más, el hallazgo de una fosa común o la desaparición de alguien que no volvió a compartir la mesa con su familia.

Nos hemos acostumbrado a convivir con los signos de la violencia y caminar en la misma cera que la muerte. Pareciera que apenas nos llegan sus ecos, pero su sombra empaña nuestra cotidianidad. Quizá, hace unos años, esta situación nos generaba otro tipo de impacto, nos podía abrazar una suerte de desasosiego que nos escandalizaba y enojaba al percatarnos que algo terrible sucedía en las calles de nuestro país y con la inseguridad.

Observábamos que la violencia ocupaba nuestra atención con mayor regularidad.