Rulfo: maestro, soy yo, Rulfo. Qué bueno que ya llegó. Usted sabe cómo lo admiramos y lo estimamos.
Borges: finalmente, Rulfo. Ya no puedo ver un país, pero lo puedo escuchar. Y escucho tanta amabilidad. Ya había olvidado la verdadera dimensión de esta gran costumbre. Pero no me llame Borges y mucho menos “maestro”, dígame Jorge Luis.
Rulfo: qué amable. Usted dígame entonces Juan.
Borges: le voy a ser sincero. Me gusta más Juan que Jorge Luis, con sus cuatro letras tan breves y definitivas. La brevedad ha sido siempre una de mis predilecciones.
Rulfo: No, eso sí que no. Juan cualquiera, pero Jorge Luis, Sólo Borges.
Borges: Usted tan atento como siempre. Dígame, ¿cómo ha estado últimamente?
Rulfo: ¿yo? Pues muriéndome, muriéndome por ahí.
Borges: Entonces no le ha ido tan mal.
Rulfo: ¿Cómo así?
Borges: Imagínese, don Juan, lo desdichados que seríamos si fuéramos inmortales.
Rulfo: Sí, verdad. Después anda uno por ahí muerto haciendo como si estuviera vivo.
Borges: Le voy a confiar un secreto. Mi abuelo, el general, decía que no se llamaba Borges, que su nombre verdadero era otro, secreto. Sospecho que se llamaba Pedro Páramo. Yo entonces soy una reedición de lo que usted escribió sobre los de Comala.
Rulfo: Así ya me puedo morir en serio.