Mary se levanta todos los días cuando el cielo apenas comienza a clarear, se asoma por la ventana y mira las nubes, “va a llover”, se dice mientras observa los algodones aborregados.
Aún con pereza va a la cocina: enciende la estufa, fríe, mezcla y al final desayuna mientras lee las noticias del día a través de su tableta. Siente frío e instintivamente se toca la pierna donde tiene una placa de titanio colocada tras un accidente. Toma el celular, las llaves y sale de casa.
Mary apenas ha empezado su jornada y en todo estuvo presente la ciencia y la tecnología, aunque no sea consciente de ello.
Por lo general se piensa que la ciencia es ajena a nuestra vida cotidiana y solemos suscribirla a un ambiente de laboratorio; sin embargo, cada vez que revisamos nuestro celular, tomamos un medicamento o elegimos un alimento sobre otro porque sabemos que es mejor para nuestro cuerpo estamos aplicando un conocimiento científico que, sí, fue desarrollado en un laboratorio, pero que su objetivo es mejorar la vida de las personas.
¿Qué pasaría si supiéramos conscientemente cuándo y en qué aplicamos la ciencia?, de entrada sabríamos cómo funcionan algunos procesos y mecanismos de uso diario: imagine que tiene un celular de última generación y sólo lo usa para llamar o mandar mensajes. Saber cómo funciona le permitiría usarlo como agenda, para ver el pronóstico del tiempo, hacer compras en línea e incluso, con una aplicación, tener el control de su casa.
En el ámbito de la salud saber qué contiene cada alimento le ayudaría a manejar una dieta más balanceada y con una inversión menor que consumiendo productos chatarra. Saber es aplicar el conocimiento para nuestro beneficio.
Motor del ser humano
Tener conocimiento científico libera del miedo a lo desconocido, a lo que no entendemos, nos hace menos proclives a ser víctimas de la charlatanería o de quienes se aprovechan de la ignorancia y el temor para dominar.
Escribía el humanista y poeta José Martí: “El conocimiento es la única forma de salvarse de la esclavitud (...) ser cultos es la única forma de ser libres”; y es que no tener información nos pone en desventaja, nos obliga o a ser espectadores de las decisiones que toman otros sobre nuestra vida o a correr el riesgo de elegir en nuestro perjuicio por no contar con esas herramientas que nos da el saber.
Ha sido el empuje de la ciencia lo que ha permitido al hombre abandonar las cavernas y transitar de la rueda a los satélites palpitantes en el espacio; ha sido la ciencia la que ha permitido blindarnos de enfermedades antes mortíferas y mejorar nuestra calidad de vida; y también ha servido para expandir nuestros horizontes, enaltecer el espíritu; la ciencia es “la obra de arte colectiva más importante de la humanidad”, señaló no sin razón el físico Pedro Miguel Echenique.
Mejorar la vida cotidiana
Cada año el sector se enfrenta a recortes presupuestales del gobierno federal en México, es decir, menos dinero para investigar e innovar; tan sólo de 2017 a 2018 los recursos asignados para ciencia y tecnología pasaron de 320 mil millones a 222 mil millones de pesos.
El año pasado apenas se invirtió el 0.5% del Producto Interno Bruto del país en ciencia y tecnología, y aunque la promesa del gobierno federal fue que se llegaría al 1% este año, los recortes dicen lo contrario. En México se invierte menos que en otros países de Latinoamérica (0.65% en promedio), India y Sudáfrica( 0.76 y 0.93% respectivamente) y muy lejano de países de primer mundo como la Unión Europea (1.92), Estados Unidos (2.90%) o Corea del Sur (3.74%).
Este panorama nos pone en desventaja con respecto a otros países que han visto en la ciencia y la tecnología el trampolín para desarrollarse económicamente; pero además nos impide ser autosustentables, generadores de respuestas propias a problemáticas tanto particulares como globales que tienen que ver con plagas en cultivos, enfermedades degenerativas, pobreza alimentaria, cambio climático, entre otras.
Señala la Unesco que “invertir en ciencia, tecnología e innovación es fundamental para el desarrollo económico y el progreso social”; y esto es así porque los investigadores buscan dar respuesta a los retos de hoy.
Pensemos en los avances en el campo de la genética que permiten un mejor acercamiento a enfermedades como el Parkinson, el Altzheimer, el cáncer o el Sida, que se traduce en mejor calidad de vida y también en menos recursos del estado destinados a padecimientos degenerativos.
Otro ejemplo es el estudio del clima, cuyas herramientas de medición y proyección cada vez más precisas permiten prever fenómenos naturales de gran magnitud, como heladas o lluvias, para emprender acciones que salven vidas; o bien, delinear trazos carreteros o habitacionales en zonas que no sean de riesgo.
“Las inversiones en ciencia no caen en saco roto. La ciencia es hoy por hoy nuestra única esperanza”, señaló el astrónomo Rafael Bachiller.
Saber para decidir mejor
Si la ciencia es importante, entonces, ¿qué hacer? Un primer paso es apropiarnos del conocimiento existente, hacerlo nuestro, procurar tener una cultura científica básica que nos permita discernir cuándo estamos ante un hecho verificable y cuándo nos están intentando manipular.
“Una cultura científica debe incluir conceptos básicos que permitan comprender hechos fundamentales de la realidad” –escribe el periodista Mario Méndez Acosta– ,es decir, cómo evolucionó el ser humano, cómo se formó el mundo, qué avances han permitido conocernos y entender mejor nuestra realidad; “quien tenga un conocimiento aunque sea somero de estos hechos estará inmunizado contra el virus de la seudociencia y la charlatanería”, agrega Méndez Acosta.
El fin medular de la ciencia es profundamente humanista: servir, encontrar respuestas, transformar la curiosidad en impulso, enseñarnos el equilibrio natural que late en todo el universo.
denisetabas@gmail.com
*Estudiante del Diplomado en Comunicación Pública de la Ciencia