Cine diario/ Tenemos que hablar de Joaquin Phoenix

Joaquin Phoenix es un asesino a sueldo que alquila su oficio sanguinario a rescatar a víctimas de pedofilia

Juan José González Mejía/Colaborador

  · miércoles 13 de junio de 2018

En Nunca estarás a salvo/ 2017, Joaquin Phoenix es un asesino a sueldo que alquila su oficio sanguinario a rescatar a víctimas de pedofilia, pero cuando se da cuenta que su pequeña cliente Nina está bajo las garras de las altas esferas del poder político su mundo interior (de por sí asfixiado por traumas de la infancia) se troca en una misión autosalvatoria/purgatoria.

Con mano sobria y desdramatizada, suena extraño decir esto ante un filme de acción y gore inevitables, la directora escocesa Lynne Ramsay toma la línea central de la novela homónima de Jonathan Ames para trazar un thriller desencantado, crepuscular sobre un hombre en llamas excombatiente del Golfo y cuya reserva de heridas emocionales es una bomba molotov moral.

Phoenix dirime con acierto el rol de Joe; no hay excesos ni elucubrados aseos histriónicos. Barba crecida, diente extraído con pinzas de electricista y cortadas en la espalda y piernas, este matón a sueldo no es dulcificado por Lynne Ramsay a la Michael Mann o Brian de Palma o, incluso, Martin Scorsese. Es mostrado como un modelo de perversión asumida que combate a un mundo retorcido (la referencia con la política mexicana no sería ocasional).

Nunca estarás a salvo es una extensión necesaria del anterior largometraje de Ramsay, Tenemos que hablar de Kevin/ 2010. En ambos filmes la sinrazón se esculpe en moldes de traumas y monstruosidades tan próximas a las víctimas que hielan la sangre. Si en Taxi driver/ 1976 De Niro es un redentor tocado por la impronta de un amor idílico salvador, Joe/ Phoenix es un sobreviviente de ese anhelado Primer Mundo donde engendros sociales emergen de esquemas respetables (el gobernador Williams/ Alessandro Nivola) o la madre solapadora victimizada del propio Joe y a la cual cuida en su ancianidad.

Nunca estarás a salvo es una historia pesimista donde el ejercicio de estilo visual de la puesta en escena se decanta en una supina amargura de personajes que, pese a tener martillo en mano, no hunden el último clavo existencial. Tal vez tengan a la vida como un ensayo de antesala del infierno, de allí que el final ambiguo en la cafetería sea más que alusivo.

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