Los libros hablan, escribirlo es tan simple. Darte cuenta del vocerío que te atraviesa mientras surcas el camino de ese otro que eres tú –su voz‒ es menos simple. Quiero decir: difícilmente un libro te hace creer que has habitado la voz de alguien mientras lees, el dictado de otro que tuvo que estrujar sus palabras para que tú lograras ser quien en su libro fuiste. Como un uróboro –la serpiente que se engulle a sí misma‒ hay libros que aluden a otros libros, y al hacerlo se pierden, mas cuando vuelven al menos esperado de los puntos surge cierta complicidad lectora, cierta alegría vanidosa como diría Alberto Manguel.
Entonces, yo mismo: ¿Qué quiero decir? Que he releído alegre un ensayo de José Miguel Barajas, y aún no siento que esta voz sea mía de nueva cuenta. El narrador de Vías paralelas, un título que necesariamente remite a la relación entre literatura y vida, nos sitúa en una librería en Donceles donde encuentra una novela sobre el silencio: El libro vacío de Josefina Vicens, sobre José García y sus dos cuadernos: uno, lo que el lector lee, el diario de un oficinista que sueña con ser escritor; otro, el invisible, donde algún día, cuando esté listo, el personaje conseguirá construir una novela.
Barajas nos cuenta ‒¿Importa que sea cierto? En lo absoluto‒ que en el Libro vacío de la librería de viejo encontró las notas de un lector apasionado: un tal Benito Santaya, quien glosa los párrafos de Vicens y crea una cartografía literaria que el propio Barajas persigue. Apunta hacia caminos inmensos, las poéticas de tres gigantes afines: Valéry, Pessoa y Borges. Según ese lector, propietario anterior del libro que Barajas adquiere a precio módico, hay un notorio vínculo entre ellos y el periplo de José García. Es, por supuesto, un asunto asociable a la creación escrita, pero también cercano al infinito de las palabras y al intrigante titubeo que a más de uno persigue al escribir.
Las calles que Barajas bifurca y entrecruza me planteó varias preguntas: ¿Qué tantos pensamientos van y vienen al leer? ¿Por qué lo hacemos, eso: leer? Su ensayo abunda en el tema de los demasiados libros: los que se quieren comprar, los que se dejan, los que uno sueña leer de una manera utópica, imposible. Dentro de los libros hay una voz incierta que nos manda, nos dirige y nos vence; pero al leer difícilmente nos damos cuenta del proceso. De ahí que José Emilio Pacheco hable de la lectura como un presente perpetuo. Abandonarlo todo para leer y volcar nuestra vida en otra voz desconocida con la que dialogamos aunque quizá nunca sea nuestra.
Vías paralelas es un libro juvenil en un sentido confortante: se encuentra repleto de brío y voracidad lectora, ansía escucharlo todo; admite la posibilidad de perderse tras dudar un rato y volver a la idea para llevarla a otra parte, asunto cotidiano para el lector en su biblioteca. Sugiere otro asunto atractivo: leer es siempre una aventura incansable, nos dirige hacia otros: aquellos que nos antecedieron en el correr de los días. Los libros nos sirven para charlar en silencio, para seguir pensando: ¿O no dijo acaso George Steiner que el diálogo surgió porque dos, por más que quieran, jamás podrán pensar a la par lo mismo?
Me ha conmovido este ensayo, entre otras cosas, por una afinidad de juventud sincera: en algún momento de mi adolescencia yo también caí absorto por un libro sobre el silencio. Mi pasión por Bartleby y compañía, de Vila-Matas, se mantiene a la fecha. Creo que Barajas, indirectamente, ha seguido los pasos de ese poderoso inventario de la negación donde se persigue a los autores que abandonan la escritura. Ha dejado, al mismo tiempo, las huellas de un detective que se descubre entre libros. Y me hace pensar que eso que leemos ‒cualquier libro‒ no surgiría sin ese mapa de afinidades, sorpresas y sensaciones que otros provocaron en nosotros con sus palabras.
Escribe Barajas:
Hay en los libros silenciosos las condiciones del pájaro solitario: van a lo más alto, no sufren compañía, ponen el pico al aire, no tienen determinado color, cantan suavemente.
Le agradezco de antemano este fortuito deambular libresco que no debería acabar ahí, sino seguir con cuanta ficción el lector ansíe asociar. Gloso al azar una frase, hallada entre las páginas múltiples del Libro del desasosiego, para trazar yo mismo un nuevo mapa, puente que de igual forma inicie con el luminoso ensayo que José Miguel Barajas nos obsequia: “Todos los sueños son el mismo sueño, porque todos son sueños. Que los dioses me cambien los sueños, pero no el don de soñar”.