No sabría definirlo. El momento en que inicia el rock’n roll. El día que alguien sintió una música distinta, volteó a su alrededor, y dijo, esto es rock’n roll y está comenzando… bailemos. Y es que es imposible que un movimiento tan complejo, que continúa en permanente cambio y evolución pueda definir su nacimiento de manera tan convenientemente mercadológica o académica.
Es más, la falta de una línea de meta es materia nutritiva para la discusión académica de investigadores que intentan desmenuzar de manera atrapable una historia que, en esencia y por su propia naturaleza contestataria, es indomable.
El rock’n roll es una vertiente del blues, esa cultura que representa el sufrimiento y la supervivencia, por el camino más sensible de la raza negra, heredera de la esclavitud que modificó las vidas de miles de seres humanos animalizados, objetivizados para poseer su cuerpo… no su espíritu. El blues, la tristeza de la nostalgia por una vida libre, orgullosa, cultivada en los terrenos de la circunspección vocal que exalta la tonalidad natural de la fonética africana que aúlla desde el alma disfrazando sus cantos en historias de romance, de amor, de anhelo, en un entorno rítmico de un cuatro por cuatro prolongado que se desliza pausadamente por el aire del campo de algodón, por el aire corrompido del gueto rural que pasará a la urbanidad en el desenlace de la guerra civil norteamericana.
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Apropiación de un género
En el refugio que significa la música para los árboles genealógicos que trascienden la cultura de la esclavitud, el blues evoluciona a armonías más complejas que permiten la liberación de una pauta establecida para otorgar espacios individuales al ensamble que se reúne para exorcizar el sufrimiento genético a través del ritual más antiguo y legendario del hombre: el trance místico de las tonalidades efervescentes de la música.
Así, una parte del blues se encamina al jazz, la exploración y creación de nuevos mapas acústicos que desafían la lógica y la estructura simple del cuatro por cuatro. El blues hecho jazz juega con las emociones y provoca tanto estados de ánimo exultantes que se bailan, como pausas existenciales que conmueven en el borde del abismo del silencio. El jazz es el primer intento de apropiación blanca de la sofisticación cultural, compleja e inalcanzable por hereditaria, por genética, por radical y perteneciente a un solo espíritu negro.
Ese primer intento busca apropiarse del jumping blues que da origen a ese jazz rítmico que contagia los speakeasys y burdeles ilegales del gueto con ritmos frenéticos que liberan al cuerpo de sus convencionalidades, para incorporarlo a los sistemas de mercado, dominados por la raza blanca, trivializándolos hasta convertirlos en modas de baile, de acompañamiento social.
Pero el jazz original, el derivado del núcleo natural del blues, ya lo sabía, y para cuando las grandes bandas intentan reproducir el alma de generaciones de cantos al sufrimiento que despliegan, al momento de ser interpretadas, inundaciones de placer, de medicina para el espíritu, se confrontan con la contundencia de la realeza negra.
Los duques y los condes reclaman, sin necesidad de discutir, sólo existiendo en su música, la paternidad de una idea musical. Nada más que decir de las diferentes estaturas del momento. Pero es la insistencia por apropiarse de esos sonidos, su manufactura y compenetración, que los mercantilistas blancos atacan por segunda ocasión robándose la base rítmica del jumping blues eliminando la orquesta y simplificando el cuatro por cuatro primigenio, imitando las jugbands -guitarra, contrabajo (o mejor dicho gutbucket, instrumento de manufactura casera construido con una cubeta de metal, un palo de escoba y una cuerda que se estira o afloja al mover el palo de escoba reverberando en la cubeta boca abajo) y percusión a base de cucharas, tablas para lavar, maderas o cubetas boca abajo- para crear un ritmo circular campirano, country, que convivía armónicamente entre la comunidad blanca del midwest norteamericano y los trabajadores negros del campo.
Reinterpretación de una cultura
Mientras el jazz evolucionaba a bebop y su nivel de sofisticación se acercaba a la música culta y académica, el country y el jumping blues hicieron una segunda evolución cuando aterrizaron en la urbanidad, y en el tercer intento el hombre blanco logró la aparente apropiación cultural que tanto venía persiguiendo.
Reinterpretando la música de Big Mama Thornton, un joven empresario, Sam Philips, de la cuna urbana de la música country, Memphis, grabó en sus Sun Studios a un joven blanco con voz de negro que, además, era capaz de liberar el cuerpo de la misma forma que era liberado por las comunidades del gueto.
Y así, Elvis Presley con Hound Dog tropicaliza a un estado aceptable de estética blanca, la esencia de ese blues bailable, para una comercialización nacional que, una vez en manos de la industria norteamericana de la música, a manos de empresarios blancos, comenzó a atribuirse la popularización de este ritmo negro, herencia de cánticos de dolor, de marginación, de supervivencia, de trances blasfemos, bajo el manto de música country en ese momento, a falta de una mejor definición.
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Y es que propiamente no seguía la línea de esos jugbands que habían influenciado la creación del sonido country, ya que la incorporación de la electrónica incipiente modificaba el espíritu nativo de la música y la elevaba a pertenencia total de la urbanidad. La guitarra eléctrica, el doble-bajo y la batería, más una nueva vocalización provocadora, aportaban una irreverencia diferenciable.
Discriminación a un origen negro
La aproximación de estos nuevos sonidos al programa de los Moondoggers de Alan Freed en la WJW de Cleveland que ya había hecho fama transmitiendo música negra de corte jumping blues por las noches y madrugadas, sería el punto de inflexión de esta tercera apropiación. Y es que Alan Freed había adoptado un modismo de su propia inventiva para describir, desde 1951, los sonidos del jumping blues que comenzaban a derivarse al rhythm & blues por el camino de la música negra pura, describiendo el ritmo cuatro por cuatro bailable como rock’n roll.
Aún cuando la apropiación comienza a expandirse a través de los Jerry Lee Lewis y los Bill Haleys, la auténtica explosión del rock’n roll sucede en la continuidad lógica de la sangre negra. Little Richard, Fats Domino, Chuck Berry son los herederos de los sonidos de Muddy Waters, Howling Wolf, Robert Johnson, Buddy Guy, sin embargo, viviendo el inconveniente de la atención popular, vía el mainstream de la radio y la tv, que favorecen abiertamente la difusión de los músicos blancos.
Sin embargo, precisamente esta discriminación de facto que regresa a la música negra a lo que podríamos llamar los nuevos ‘guetos’ de las ondas electromagnéticas, será la que amplifique el interés de las nuevas generaciones, nacidas en medio de la segunda guerra mundial, 1940/1945, y los incline naturalmente hacia la esencia del blues, aceptando la banalización blanca como un ritmo de moda, pero reconociendo contundentemente la profundidad emocional de la raíz original de lo que para finales de los cincuenta ya se llama rock’n roll.
Y no sería en los Estados Unidos, país lleno de prejuicios raciales que les impidió ver con claridad la importancia de una cultura que ya para ese momento es centenaria -el blues nacido del canto sufrido de las comunidades esclavas de la segunda mitad del siglo XIX en el proceso de liberación de la guerra civil- y cuya evolución apelaba de manera directa a la necesidad de cambio de una generación que comenzaba a rechazar los valores estáticos y controladores de las sociedades de la postguerra.
La característica de marginación, crítica al establishment que los margina, y respuesta audaz y sagazmente filosa a ese status quo, que significa social y culturalmente el blues, serán reconocidas e reinterpretadas con fascinación por una cultura, la inglesa, con un acercamiento completamente diferente a la raza negra, más cargada a la curiosidad que a la dominancia étnica.
La falta de prejuicios con respecto al origen negro de la música, y, al contrario, la admiración por el género es la pauta que dará origen a un retorno de la música negra norteamericana en manos de jóvenes londinenses que hacen suyas las temáticas de reclamos social y las convierten en cantos revolucionarios para una nueva generación que va a cambiar al mundo.
Si bien los Beatles abren la brecha a la invasión inglesa, pareciera confirmando la apropiación definitiva de ese mercado blanco en expansión, en realidad en Liverpool el sonido predominante es el skiffle, imitación directa del sonido de las grandes bandas de ahí el tono ligero e inocente de su primer material, lo cual, y gracias a esa inocencia e imagen inofensivamente pop, de manera completamente fortuita abre el canal de convencimiento y distribución de esa invasión que en su segunda ola, con los Rolling Stones, The Who o The Kinks, crea un monumento gigantesco e interminable al blues acelerando el ritmo y electrificándolo, para conmover agitadamente a esa generación que, inspirados en la identificación que los sonidos del cambio producen, revolucionará la lucha por los derechos civiles en Estados Unidos y convulsionará al mundo en un nuevo discurso de liberación que redefinirá la sociedad, la política y la cultura en general en la segunda mitad del siglo XX.
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¿Por qué se celebra cada 13 de julio?
El 13 de julio de 1985 se llevó a cabo un concierto para recaudar fondos para ayudar a países africanos, Somalia y Etiopía, que sufrían de una tremenda hambruna. El evento musical, bautizado como LiveAid, se realizó simultáneamente en escenarios de Europa (Londres) y Estados Unidos (Filadelfia) y, gracias a su creador y organizador, Bob Geldof, logró reunir a una cantidad impresionante de importantes músicos de rock de ambos continentes: Queen, Mick Jagger, Tina Turner, U2, Dire Straits, Black Sabbath, Eric Clapton, Phil Collins, Led Zeppelin, Judas Priest, o Paul McCartney, entre otros.
El evento duró más de 15 horas, fue retransmitido en directo vía satélite en más de 72 países y logró recaudar más de 100 millones de dólares. Gracias a este éxito a partir del año siguiente, 1986, se declaró a esta fecha como el Día Mundial del Rock.