/ martes 30 de abril de 2019

El color de la tierra de Teodoro Cano

Para mi amigo Teodoro Cano que nació con el color de la tierra y el alma del dios trueno, de aquel viejo que humea dentro del mar como diría el gran Roberto William García

Teodoro Cano está colmado de amor, amor a su tierra, de ese color que es el color de Teodoro Cano y como si de sus pinturas, murales, dibujos y escultura brotara la vida del pueblo totonaca y pareciera que de ella brotara el alma transparente del pueblo de Papantla, de esa persona generosa y llena de alegría, de esas personas como las de Juchitán que dispersó la danza, así son las personas de Papantla, esas personas que dispersó el rayo, de esas personas es Teodoro Cano, de ese pueblo milenario que vive para siempre, Teodoro Cano nació con el color de la tierra y el alma del dios trueno, de aquel viejo que humea dentro del mar como diría el gran Roberto William García.

Teodoro Cano me manifestó un día en su casa: “conocí a Diego Rivera cuando llegó a Papantla, era yo un niño, así de chiquito y después lo vi en México y me dijo: eres un niño insistente , tienes que estudiar y el vio mis dibujos que, por cierto un día el comentó sobre ellos en una conferencia que impartió en la Esmeralda, aún conservo esos dibujos porque el maestro los elogió, así fue que conocí a Diego Rivera y de regreso a mi pueblo me dio una carta de recomendación para el gobernador de Veracruz, que conservé durante dos años y un buen día un amigo que en ese momento era presidente municipal me dijo “esa carta es un cheque al portador” tienes que ver al gobernador, así que fuimos a verlo y nos atendió a las dos de la mañana en esa madrugada fría, entre audiencias y audiencias de campesinos nos atendió y yo casi me oriné en los pantalones cuando me autorizó una beca de doscientos pesos que era mucho en esa época, así comenzó mi historia en el arte con el recuerdo de mis maestros muralistas: Diego Rivera, José Chávez Morado, así como al extraordinario Ignacio Asunsolo”.

Teodoro Cano es un hombre con vida, vida en los recuerdos, los recuerdos de la infancia, esos recuerdos que lleva en el corazón y en su memoria que está llena de flores de izote, que huele a hierba, que huele a campo, que huele a la vida del pueblo y que plasma en su obra donde no falta el palo volador y sus danzantes que parecen pájaros en el cielo, el pueblo, los colores del arco iris, ese arco iris del tesoro escondido y las caritas morenas de dientes blancos, de las caritas sonrientes, de las dulces mujeres totonacas que constantemente recuerda de su infancia, la boda y los novios, los trajes multicolores de las fiestas de Corpus Christi y de todas las fiestas del pueblo, de las fiesta del alma, con olor de flor de Xanath, alma del Tajín, los niños, los mujeres y los hombres descalzos rumbo a la catedral con los bordados multicolores en las ropas de sus mujeres y con los canastos de frutos y el maíz sagrado símbolo de fertilidad y con el espíritu de la serpiente que simboliza la fertilidad y la luz, la eterna luz de Papantla que parece como resplandor en medio de la oscuridad en los altares de las casas, en donde renace el vínculo de la magia y el encanto de la vida del pueblo, con los primeros aires del mes de las flores de mil hojas que plasma Teodoro Cano con una delicadeza que se deja ver en los ojitos de los niños. Esa imaginación casi mágica que brota de las de manos y los colores de la tierra de Teodoro Cano con una técnica y con formas y en cada forma un rostro que explica la cosmovisión de un pueblo mágico, formando en sus líneas y colores una exaltación por la vida llana y amena de los totonacas, de esa vida llana que marca para siempre la vida y la muerte en un contexto diferente, pero con la misma vida de la muerte, Teodoro Cano se crió como dice: “en el pueblo”, donde nunca dejó de ver la doble cara de la moneda, el doble filo del arma que mata quien la clava y mata quien la quita. Las fiestas de Papantla es lo más recurrente en el imaginario de Teodoro, no lograría culminar sin el color y el sortilegio de los rituales de la danza de los voladores donde se invoca al dios del viento que quedó plasmado en sus obras, como los cinco hombres que suben hasta un pequeño cuadro de madera que remata el tronco del volador.

Se sienta Teodoro Cano como exponiendo sus pinturas que representan los cuatro puntos cardinales de su corazón, de ese corazón que deja para el pueblo, ese pueblo representado por el caporal o danzante principal que se coloca en medio de ellos mirando hacia el oriente entregando su fe para que le sean concedidas sus peticiones, esas peticiones de Teodoro Cano que espera para el pueblo y que baila con los voladores y se pone de pie y baila en dirección a cada uno de los puntos cardinales y termina levantando el rostro hacia el sol manifestándole “aquí estoy sol divino”, sin dejar de tocar su flauta y tamborcillo constantemente, entonces los cuatro hombres que ya se encuentran amarrados con cuerdas al centro del palo se lanzan al vacío dando trece giros alrededor del palo hasta llegar al suelo y en ese inter Teodoro Cano deja volar su imaginación en un mundo de color, en un mundo de los trece giros, que multiplicados por los cuatro voladores dan un total de cincuenta y dos, número que representa en el ciclo de los pueblos milenarios la entrada de un nuevo sol o el fuego nuevo que Teodoro Cano espera. En este rito el cielo es considerado una deidad masculina, cuya esencia es el fuego, mientras la tierra es vista como deidad femenina cuya esencia es el agua; la conjunción de estos elementos produce la fecundidad de las obras de Teodoro, el que es danzante y que actúa en la punta del mástil cual dios sol que esparce sus colores mientras los que se precipitan al espacio representan los rayos solares que vienen a fecundar la tierra; el brillante granate de los trajes es pues los rayos solares para Teodoro que descendiendo del cielo y los esparce en la tierra en sus colores y en la imaginación de Teodoro Cano como un sol resplandeciente para todos, como un sol sangrante que deja caer sus rayos a la tierra solamente para fecundarla con un rayo de amor.

*Juchitán de las mujeres; Oaxaca, México, 15 de mayo, día de san Isidro Labrador, 2011

Teodoro Cano está colmado de amor, amor a su tierra, de ese color que es el color de Teodoro Cano y como si de sus pinturas, murales, dibujos y escultura brotara la vida del pueblo totonaca y pareciera que de ella brotara el alma transparente del pueblo de Papantla, de esa persona generosa y llena de alegría, de esas personas como las de Juchitán que dispersó la danza, así son las personas de Papantla, esas personas que dispersó el rayo, de esas personas es Teodoro Cano, de ese pueblo milenario que vive para siempre, Teodoro Cano nació con el color de la tierra y el alma del dios trueno, de aquel viejo que humea dentro del mar como diría el gran Roberto William García.

Teodoro Cano me manifestó un día en su casa: “conocí a Diego Rivera cuando llegó a Papantla, era yo un niño, así de chiquito y después lo vi en México y me dijo: eres un niño insistente , tienes que estudiar y el vio mis dibujos que, por cierto un día el comentó sobre ellos en una conferencia que impartió en la Esmeralda, aún conservo esos dibujos porque el maestro los elogió, así fue que conocí a Diego Rivera y de regreso a mi pueblo me dio una carta de recomendación para el gobernador de Veracruz, que conservé durante dos años y un buen día un amigo que en ese momento era presidente municipal me dijo “esa carta es un cheque al portador” tienes que ver al gobernador, así que fuimos a verlo y nos atendió a las dos de la mañana en esa madrugada fría, entre audiencias y audiencias de campesinos nos atendió y yo casi me oriné en los pantalones cuando me autorizó una beca de doscientos pesos que era mucho en esa época, así comenzó mi historia en el arte con el recuerdo de mis maestros muralistas: Diego Rivera, José Chávez Morado, así como al extraordinario Ignacio Asunsolo”.

Teodoro Cano es un hombre con vida, vida en los recuerdos, los recuerdos de la infancia, esos recuerdos que lleva en el corazón y en su memoria que está llena de flores de izote, que huele a hierba, que huele a campo, que huele a la vida del pueblo y que plasma en su obra donde no falta el palo volador y sus danzantes que parecen pájaros en el cielo, el pueblo, los colores del arco iris, ese arco iris del tesoro escondido y las caritas morenas de dientes blancos, de las caritas sonrientes, de las dulces mujeres totonacas que constantemente recuerda de su infancia, la boda y los novios, los trajes multicolores de las fiestas de Corpus Christi y de todas las fiestas del pueblo, de las fiesta del alma, con olor de flor de Xanath, alma del Tajín, los niños, los mujeres y los hombres descalzos rumbo a la catedral con los bordados multicolores en las ropas de sus mujeres y con los canastos de frutos y el maíz sagrado símbolo de fertilidad y con el espíritu de la serpiente que simboliza la fertilidad y la luz, la eterna luz de Papantla que parece como resplandor en medio de la oscuridad en los altares de las casas, en donde renace el vínculo de la magia y el encanto de la vida del pueblo, con los primeros aires del mes de las flores de mil hojas que plasma Teodoro Cano con una delicadeza que se deja ver en los ojitos de los niños. Esa imaginación casi mágica que brota de las de manos y los colores de la tierra de Teodoro Cano con una técnica y con formas y en cada forma un rostro que explica la cosmovisión de un pueblo mágico, formando en sus líneas y colores una exaltación por la vida llana y amena de los totonacas, de esa vida llana que marca para siempre la vida y la muerte en un contexto diferente, pero con la misma vida de la muerte, Teodoro Cano se crió como dice: “en el pueblo”, donde nunca dejó de ver la doble cara de la moneda, el doble filo del arma que mata quien la clava y mata quien la quita. Las fiestas de Papantla es lo más recurrente en el imaginario de Teodoro, no lograría culminar sin el color y el sortilegio de los rituales de la danza de los voladores donde se invoca al dios del viento que quedó plasmado en sus obras, como los cinco hombres que suben hasta un pequeño cuadro de madera que remata el tronco del volador.

Se sienta Teodoro Cano como exponiendo sus pinturas que representan los cuatro puntos cardinales de su corazón, de ese corazón que deja para el pueblo, ese pueblo representado por el caporal o danzante principal que se coloca en medio de ellos mirando hacia el oriente entregando su fe para que le sean concedidas sus peticiones, esas peticiones de Teodoro Cano que espera para el pueblo y que baila con los voladores y se pone de pie y baila en dirección a cada uno de los puntos cardinales y termina levantando el rostro hacia el sol manifestándole “aquí estoy sol divino”, sin dejar de tocar su flauta y tamborcillo constantemente, entonces los cuatro hombres que ya se encuentran amarrados con cuerdas al centro del palo se lanzan al vacío dando trece giros alrededor del palo hasta llegar al suelo y en ese inter Teodoro Cano deja volar su imaginación en un mundo de color, en un mundo de los trece giros, que multiplicados por los cuatro voladores dan un total de cincuenta y dos, número que representa en el ciclo de los pueblos milenarios la entrada de un nuevo sol o el fuego nuevo que Teodoro Cano espera. En este rito el cielo es considerado una deidad masculina, cuya esencia es el fuego, mientras la tierra es vista como deidad femenina cuya esencia es el agua; la conjunción de estos elementos produce la fecundidad de las obras de Teodoro, el que es danzante y que actúa en la punta del mástil cual dios sol que esparce sus colores mientras los que se precipitan al espacio representan los rayos solares que vienen a fecundar la tierra; el brillante granate de los trajes es pues los rayos solares para Teodoro que descendiendo del cielo y los esparce en la tierra en sus colores y en la imaginación de Teodoro Cano como un sol resplandeciente para todos, como un sol sangrante que deja caer sus rayos a la tierra solamente para fecundarla con un rayo de amor.

*Juchitán de las mujeres; Oaxaca, México, 15 de mayo, día de san Isidro Labrador, 2011

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