A Fabiancito se le descompuso el reloj que lleva puesto en la muñeca de su mano derecha. Está preocupado porque para todo quiere saber la hora. Si está en el columpio del parque mira su reloj, la mamá le dijo que lo quería de regreso un poco antes de las seis y media. Y si le falta poco para la hora, salta del columpio y se va corriendo. Rechinan y rechinan las cadenas, el parque ha quedado solo.
Pero a este niño no lo detiene ni la fuerza de un vendaval o la voz estruendosa de los truenos. Fabiancito le dijo a su mamá que si no alcanzaba el dinero para llevar al taller con don Federico el relojero, él prefería desarmarlo para darse cuenta por qué las agujas habían dejado de avanzar y de ir marcando las horas.
Fabiancito se dirigió al rincón donde su papá dejaba la caja de las herramientas, justo debajo de la escalera, porque veía cómo arreglaba algunos de los cochecitos que al niño se le habían descompuesto. Entonces Fabiancito pensó que no estaría complicado que él mismo arreglara su reloj sin depender de la ayuda de un adulto, y así poder ahorrarse un poco de monedas.
Bien, el niño esperó a que su mamá saliera por las tortillas y otros mandados. Como Silvina tardaría, entonces Fabiancito se puso a trabajar con el inservible reloj. Quitó unos pequeños tornillos que eran un poco más grande que una pulga en engorda. Todo era diminuto: resortes, placas delgadas de metal, una pila redonda parecida al tamaño de una moneda de diez centavos. Pero Fabiancito se sentía entusiasmado, empezó a quitar, mover e intercambiar las piezas en otros lugares. Pronto escuchó un ruidito, algo parecido como al chillido de un pequeño insecto, pero el ruido fue tan breve que Fabiancito casi ni cuenta se da.
Pronto a Fabiancito se le olvidó el lugar que ocupaba cada pieza. –Mmmm, creo que ésta no va aquí–. Se decía.
Algo extraño sucedió en el mecanismo de trabajo de ese reloj. El número doce pasó a ser veintiuno, el número ocho le cambió del lugar al número tres y los demás hicieron lo mismo. Así que la carátula del aparato de Fabiancito tenía una portada confusa, inservible para indicar la hora exacta.
Fue entonces que la madre de Fabiancito recurrió al trabajo de don Federico el relojero. –Tardaré un tiempo, debo revisarlo con mucho cuidado, regresar todas las piezas al lugar que les corresponde–. Diagnosticó el mecánico de los relojes.
A Fabiancito que estaba tan acostumbrado a ver la hora a cada rato no le quedó de otra que acostumbrarse a leer el movimiento del sol, a calcular la hora marcada por el día, hasta que una tarde le devolvieron su reloj. El mecanismo fue forzado. Ahora las manecillas giraban al revés y a los números don Federico no pudo cambiar de lugar.
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