Hace tiempo, en algún lugar…

A ese viejo café de barrio llegaba todas las mañanas

José Cruz Domínguez Osorio

  · lunes 14 de enero de 2019

Ausencia

Rosita los miraba por la ventana. Era un viernes de octubre, cuatro cuarenta y seis de la tarde. El ir y venir de las frías cadenas del columpio y del tubo del sube y baja, además de las risas de aquellos niños hicieron que Rosita se asomara por la ventana, y justo en este instante permanecía mirándolos. Hacía tiempo que Rosita dejó de ir a aquel sitio, ella lo pidió a sus padres. Al mirar por la ventana, aunque sea un instante nada más, sigue acordándose de su pequeño perro. De la distracción que tuvo Rosita en el subir y bajar del columpio, de no darse cuenta que “Pequeño” no estaba cerca de ella, y que al bajar del juego mecánico se percata de la ausencia del cachorro. Es la fecha en la que Rosita no quiere volver al parque, aunque escuche y mire a los niños jugar.

¡Buenos días, Margarita!

A ese viejo café de barrio llegaba todas las mañanas. Sus pasos eran cortos y su mano derecha se apoyaba en el bastón que le servía para asegurar su caminar por las banquetas, procuraba pedir ayuda cuando había que atravesar una calle o los dos carriles de la avenida. Le gustaba tomar su café mientras leía los encabezados de las noticas que publicaba el periódico que desde hace treinta años compraba en el mismo puesto de revistas.

Don Rafa. Así le decían los empleados del café. Pero a él le gustaba que Margarita lo atendiera, porque ella le preguntaba y ahora qué noticia me va a platicar. Y don Rafa le contestaba con su sonrisa. Cuando el hombre iba de humor sí le compartía algunos acontecimientos escritos por algún periodista. A veces don Rafa llegaba serio, leía, tomaba su café y se retiraba, aunque Margarita no fallara con la pregunta, con la taza de café y el pedazo de pan que a don Rafa le gustaba.

Don Rafa había dedicado sus tardes a escribir cartas en la plaza. Llegaban hombres y mujeres, le compartían el apuro que llevaban y don Rafa escribía las palabras que debían llegar tan lejos al familiar del remitente. Por eso, no tenía prisa de que la mañana transcurriera rápida. Él sabía que a las dos cuarenta tenía que estar en su escritorio público, con la máquina lista para recibir al cliente.

Por eso don Rafa recibía nuevas palabras que llegaban en las páginas impresas de aquel periódico y que la bondad de Margarita las hacían más dulces. Aquella cafetería en que don Rafa saludaba a la empleada del café con un buenos días, Margarita.

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