Juan Manuel Díaz García1 y Citlal Solano Lara2
Desde el origen de la humanidad, los primeros pobladores establecieron un sinfín de relaciones con la naturaleza, y a lo largo de la historia evolucionaron con ella adaptándose mutuamente. Un ejemplo claro de esta situación es el uso de las plantas medicinales, práctica que se remonta a tiempos prehistóricos y que ocurre en todas las culturas del mundo.
En la necesidad de reconocer y valorar la relación hombre-naturaleza surge el concepto de patrimonio biocultural, que se refiere a la conexión entre la diversidad biológica y la diversidad cultural de los pueblos indígenas. Este patrimonio abarca desde el conocimiento y el uso tradicional de la biodiversidad hasta los valores espirituales, aspectos que son transmitidos de generación en generación mediante la tradición oral.
México es considerado como uno de los países con mayor patrimonio biocultural, debido a que alberga al 10% de la riqueza biológica del planeta y ocupa el quinto lugar en riqueza de lenguas indígenas a nivel mundial. Además, la mayoría de los ecosistemas conservados del país coincide con los territorios indígenas, facilitando así la inclusión de la naturaleza en los modos de vida y la cosmovisión indígena.
Los ejemplos del patrimonio biocultural del país son vastos, para esta ocasión hablaremos de una de las culturas más antiguas: la totonaca. Los hablantes de la lengua tutunakú (que significa “tres corazones”) viven al norte de Veracruz y Puebla inmersos en un mosaico de ecosistemas, formado por bosque de pino-encino, bosque de niebla y selva subtropical. Los totonacos incluyen en su dieta una gran variedad de quelites silvestres, entre los que destaca la mafafa, en totonaco paxnikak. Esta planta perteneciente al género Xanthosoma, se caracteriza por presentar compuestos químicos que pueden resultar tóxicos. Sin embargo, los totonacos encontraron una forma de preparación tradicional, en la que el consumo de las hojas sin nervaduras no les ocasiona daño alguno.
En fechas especiales, los totonacos se alimentan de guajolote (al macho lo nombran tajná o tagna y a la hembra chawilá o chuwila), el primer animal domesticado por los pueblos mesoamericanos. Debido al manejo y la crianza de traspatio que las comunidades indígenas le han dado al guajolote (Meleagris gallopavo), en la región del totonacapan se ha generado una alta variabilidad genética en la especie. Por lo tanto, los totonacos contribuyen a la conservación de los recursos genéticos del país.
En la cultura totonaca las montañas son de gran importancia dentro su cosmovisión. En la Sierra Norte de Puebla, el Cozoltepetl es considerado un cerro sagrado debido a que se piensa que ahí se originaron los “nuevos hombres” o espíritus guardianes de las comunidades. A principios de mayo, los totonacos suben a la cima del cerro, a más de dos mil metros sobre el nivel del mar, para pedir que las lluvias sean abundantes y sus cultivos sean fértiles. Además de su valor espiritual, el Cozoltepetl es considerado como el corazón de esta región, ya que es hábitat de diferentes especies de árboles, orquídeas, reptiles, aves, anfibios y mamíferos.
Actualmente, el patrimonio biocultural que atesora el pueblo totonaco y los otros 67 pueblos indígenas del país se encuentra en peligro de desaparecer. Diferentes presiones sociales, educativas y económicas, atentan contra el mantenimiento de estos pueblos y sus saberes ancestrales. Una de las más graves son los megaproyectos mineros e hidroeléctricos que apuestan por el despojo de territorios indígenas, que son fuente indispensable de alimento, agua y espiritualidad para sus habitantes. Debemos reconocer que la protección de los pueblos indígenas y sus territorios es vital para salvaguardar el patrimonio biocultural, y asimismo, para garantizar la conservación de la riqueza biológica de México.