Alberto Calderón P
Listos para ir a la playa: la hielera, los emparedados, papas, bloqueador solar, toallas, chanclas, ropa de cambio, no sé si todo está listo, creemos que sí, una vez acomodados en el auto emprendemos el camino con destino a las playas de la ciudad de Veracruz.
En el trayecto de ida no vemos el sol porque está encima de nosotros, pero lo sentimos en toda su intensidad, pasamos a cargar gasolina y notamos el ligero viento caliente como el vaho de una caldera cercana, el anuncio de la nieve de fresa no se derrite, ya nada más eso faltaba, parece que a todos se les ocurrió la misma idea de ir al mar para aminorar el sofoco del sol.
La velocidad nos hace parecer que los postes de luz y los árboles huyeran hacia la montaña, mientras nosotros nos empecinamos por bajar de las alturas para estar junto a donde rompen las olas el interminable respirar del océano, ofreciendo a nuestros pies bordados con hilo de mar que parecen espuma.
Una vez instalados, la sombrilla nos protege de los rayos con una sombra que camina por la arena y nosotros como manecillas de reloj nos movemos a su compas para que la radiación no termine enrojeciendo nuestra piel, el ruido de las olas, el bullicio de la música a lo lejos, las mujeres, los niños y los hombres se meten al mar para llenar sus cuerpos de la inmensidad del agua salada y de la vista de los que observan en la orilla.
Si miramos detenidamente las hileras de mesas cerca de donde nos encontramos nos damos cuenta de inmediato de que la mayoría de la gente que llega como familia tiene un comportamiento muy parecido al de sus casas, unos son ordenados, la mayoría son improvisados para todo, los organizados llegan hasta con recipientes de variada comida, sólo les falta la vajilla.
Otras mesas las ocupan grupos de jóvenes dedicados a deleitar la tarde cerca del mar con cerveza en mano, la alegría y las vueltas periódicas a la tienda de autoservicio y al baño, mientras otros juegan una “cascarita” de futbol playero en donde al calor del encuentro los paseantes que se atreven a cruzar por la imaginaria cancha que sólo se distingue por las chanclas y otros objetos como portería, parece campo minado donde los caminantes playeros corren el riesgo de ser atropellados por el ímpetu de los contrincantes a los que no les importan darles un empellón o un balonazo a los niños, hasta los perros les dan la vuelta.
Las nubes hoy no quisieron pasear por la costa, los pelicanos y las gaviotas sí, ellos recorren la rivera, unos niños sujetan entre sus manos el hilo que se eleva para sostener en el otro extremo un avión de unicel que se balancea queriendo volar con libertad o desintegrarse en el aire, pasado el rato el sol ya anda a la orilla de las más altas montañas pero su claridad nos sigue acompañando, por momentos pareciera que entre el mar y el cielo no hubiera una separación y nosotros refrescándonos con las olas no sabemos si estamos en la tierra o en algún punto de la bóveda celeste.
Finalmente el pitido de los silbatos nos indica que debemos salir del agua y dejar el turno a las estrellas para que acompañen a la luna a darse un chapuzón.
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