Neblina morada / Baudelaire metrosexual

La figura del dandy en el siglo XIX europeo es emblemática. Dandys fueron Barbey D. Aurebilly, Teodore Gautier, Charles Baudelaire, y tal vez, Honorato de Balzac

Irving Ramírez

  · martes 28 de mayo de 2019

La idea grosso modo era vestir bien, cuidarse la apariencia, disfrutar de lujos y vivir sin trabajar, además de codearse con la sociedad.

Baudelaire se prendó de esta condición que alió a la del artista y que, en el siglo XIX, dio a personajes novelescos como Julian Sorel, Eugenio Rastignac, Frederic Moreau, Lucien de Rubenpié y varios más, que otros continuaron en el siglo XX, ya en la vida real como el pintor Modigliani. Jean Baudrillard el filósofo posmoderno dice que hoy todo es simulacro, hace una apología del fetiche, del maquillaje.

La representación, idea decantada de la filosofía decimonónica, encarna en estos tiempos con este prototipo. El horror de Baudelaire hacia lo natural y su orientación a los paraísos artificiales, lo llevan a persistir, como Balzac, en esa turbia banalidad.

La apariencia es subversiva. El retrato que hace Mario Campaña en su biografía sobre el autor de Las flores del mal lo muestran muy bien, ultrafashionable: “se polvorea las mejillas para darles color, cuida sus uñas como una mujer aplicándose a pulirlas tan minuciosamente como a acabar un soneto”, como dice Banville; a veces, en su cuello luce un bucle castaño; y, diez años después, confesará a su madre que él siempre ha dedicado “dos horas a su toilette”.

En 1863 publica un artículo que se llama Elogio del maquillaje, alegará sobre esa pretensión del humano por sobrepasar a la naturaleza, y antepone entonces lo artificial por sobre lo natural.

Puesto que, alega, la virtud siempre es artificial, es decir, sobrenatural. Lo natural es el mal, afirma, sorprendentemente. Incluso en su arenga contra las mujeres, las condena porque son naturales, y eso es abominable, dice en sus asertos misóginos. Se instala entonces en la “superstición de la diferencia”.

No olvidemos, sin embargo, que en el Siglo de las luces los hombres se maquillaban el rostro y usaban peluca, tal vez por lo insalubre del estado de Europa en estos tiempos. Y la vanidad, digamos, es un estigma en Francia. ¿Dónde es la ordalía del perfume? Además que la seducción funge como tradición, una institución.

Por otro lado, está la profunda admiración de Baudelaire por los gatos, y como éstos, se acicala constantemente. Se hace trajes a la medida, se endeuda como Balzac para disfrutar de un guardarropa excelso. Sin embargo, no es un deudo de la superficialidad, nada más alejado que eso: es un esteta, un exquisito poeta que busca denodadamente resaltar su singularidad. Incluso el vagabundear lo hace un caballero que no tiene residencia fija porque su encanto le permite pernoctar en casa de amigos y amantes.

No era un ser vanidoso, contra lo que quiera pensarse, sino un orgulloso. Odiaba la vulgaridad, en todas sus formas, y de ahí también ese gusto por su apariencia. Abjuraba del poder, de las reglas del mundo, de un destino individual convencional. Baudrillard dice que “la seducción representa el dominio del universo simbólico mientras que el poder representa sólo el dominio del universo real”.

Y Baudelaire pugnó toda su vida por lo segundo: su literatura lo definió como un autor capital en la modernidad, Las flores del mal son un portento en la poesía de occidente; los diarios, me parece, encajan entre los libros aforísticos más logrados por encima de varios filósofos, los poemas en prosa prefiguran a Cioran y a Beckett.

Acaso esa fijación por la imagen que en nuestros tiempos deviene en metrosexualidad, no sea más que una mofa irónica de su propia condición cual personaje de la Comedia humana; ambicioso, preocupado por los acreedores, prendado de una mujer maldita, él mismo víctima de la sífilis, adicto al opio y al hachis, y con la conciencia de su gloria póstuma. En alguna parte habla de la “alta espiritualidad de la toilette”.

Su célebre atuendo se compone de sombrero alto, traje negro, muy amplio, abotonable, aunque flotante, mangas largas, faldones bastante anchos para componer los pliegues, bastante ajustado para conservar el carácter laico, un chaleco de casimir negro, corbata negra de lazos largos, muy bien anudada, sin rigidez, más parecido al pañuelo que al cancán, pantalón de casimir o paño fino, no ajustado.

Un extraño que eludía los viajes, salvo que fueran hacia dentro de sí mismo, que su literatura estaba plagada de misantropía y de lucidez. Y, sin embargo, se cuidaba en demasía como los metrosexuales. Tal vez más que su mujer Jeanne Duval, la prostituta negra a la que dedicó varios de los poemas de su Flores del mal. Sus biógrafos coinciden en el lado femenino del joven Baudelaire. Su delicada manera de moverse, su elegancia.

No obstante, esto no es en modo alguno, la razón de su dandismo. El dandy estalla contra la moral burguesa, es un apátrida. Un precursor de la rebeldía, ataca con sus armas la raíz de sus disgustos. Baudelaire, dedicó Las flores del mal a Gautier, tan alejado de lo que era él mismo. Gide hizo, en el prólogo al libro, ver esta contradicción. Tal vez lo que quería era desmarcarse de un antípoda para recalcar su verdadera importancia en contraste.

Finalmente, Baudelaire era un excéntrico, en las dos acepciones de la palabra; por su situación al margen de la literatura canónica y por su vestimenta extravagante. Su predilección por el gato como prolongación de sí mismo, que le hizo dedicarle varios poemas con admiración, es también, por esa proclividad a lo fino, al confort, a la seducción, y al narcisismo del felino con el que se identificaba. El gato es el dandy natural de la creación: independiente: fino, misterioso, sigiloso, pulcro y que dedica mucho tiempo a su limpieza personal.

Hoy Roland Barthes, quizá diría que la metrosexualidad es un signo, y Jean Baudrillard, un factor de seducción. Tal vez en esta época, Baudelaire se sentiría más a sus anchas, ahora que el artificio nos rodea, que todo es cosmético, material, un mundo alejado de lo natural. No necesitaría drogas para expandir su mente, le bastaría con el cine, la TV y el Internet.

Él era natural, sus creaciones, no. El poeta, entonces, es un artificio en sí mismo, juega con los artificios, genera éstos, y la artificialidad no es más que la propia creación, puesto que es producto de un ser natural que busca seducir con las palabras. Un metrosexual se queda en el mero aspecto físico; el ubersexual sería lo más cercano a lo que Baudelaire intentó con el dandy, un intelectual que cuida su apariencia, que posee una amplia cultura, pero que gusta de los atuendos correctos, la singularidad vistosa, el cuidado de su persona; la égida, finalmente, de un caballero.

bardamu64@hotmail.com