/ martes 2 de abril de 2019

Neblina morada / Julio Ramón Ribeyro: y la malicia concomitante

Para mí el cuento es el género más difícil de escribir, incluso más que la poesía

Por ello, cuandohallo un escritor que tiene una gran soltura y vocación para las historiascortas, mi admiración es doble.

Muchos narradores de largo aliento no poseen ese talento. Acaso algunos poetas, tal vez por su mayor cercanía, debido a la exigencia de su composición. No basta tener una buena historia, tampoco oficio narrativo, se requiere de algo más. Los teóricos han escrito mucho sobre eso: adquiere esa tensión estructural, esa malicia, ese pulso exacto para que la historia no se caiga o no le falte algo, es inexplicable. Uno puede saberse todas las teorías, desde Poe, hasta Hemingway o Piglia, pero a la hora de escribirlo algo falla.

Algunos novelistas son también tremendos cuentistas: Hemingway, Sartre, Vargas Llosa, Rulfo, Italo Calvino, Kundera, Roth, Musil, Mandiargues, Fuentes, Juan García Ponce, Tario, Melo, Mauricio Molina, Alberto Chimal, Agustín Cadena, Mario González Suárez, Eduardo Antonio Parra…

Los ingredientes que, se sabe, requiere todo buen cuento son, entre otros: la intensidad, la completud o esfericidad, la ambigüedad, la precisión, la concisión, y la malicia. Esto último tan difícil de conseguir, puesto que postula una intención oculta, una especie de engaño para el lector, una dimensión lúcida, de control, de certera busca del efecto famoso final. Por supuesto, elude la candidez, la ingenuidad –que no la frescura–, lo silvestre. Y eso es muy caro para los autores.

O explican de más o dejan en primer plano todo el significado como en la nouvelle. Me parece que otro ingrediente cuasi necesario en el cuento, y del que es maestro el peruano Julio Ramón Ribeyro, es el misterio. Sí este prevalece hasta el final, adquiere esa fuerza y malicia necesarias.

Este narrador que vivió en París muchos años, y que se formó de hecho allá, posee una cualidad innata para las historias cortas. Cultiva el cuento, el relato y los derivados. Escritor de culto, que no es de los más afamados en Latinoamérica, como Cortázar, García Márquez, Borges, posee esa ironía que permea todos sus textos que es concomitante de algunos autores elegidos. Uno al leer sus cuentos después de los primeros ya sabe que todos terminarán mal. Sus personajes son encadenados a la fatalidad, a la desgracia, a la pérdida, al fracaso. Y esto sin desplegar ningún moralismo ramplón, ni amargura, sino con una gran carcajada.

La antología que acaba de editar la Universidad Veracruzana de sus cuentos más celebres, La insignia y otros relatos geniales, compilada y prologada por el crítico especialista Juan José Barrientos, es un hallazgo y una joya.

Allí aparecen los más conocidos cuentos del peruano, como el de Sólo para fumadores, verdadero tratado sobre el vicio o arte de fumar. Desde la experiencia y la sensibilidad por medio de la hipérbole construye un delicioso relato de una obsesión. Hasta los no fumadores se sabrán tocados por tan excelso recorrido por los meandros del vicio solitario.

Todos son verdaderas joyas, hablan de un agudo observador de la condición humana, cuentos realistas que colindan algunos con la crónica, por ejemplo el de La insignia, él como un objeto adquiere cualidades mágico-trágicas, o el de Por las azoteas, que descubre un mundo insospechado en la cotidianeidad en medio de una historia de bildungsroman, el de los merengues que es implacable con su personaje; hay hasta un degusto por la punitiva suerte que corren todos; en Ribeyro nada es pueril, los objetos adquieren una enorme importancia, revelan algo, marcan vidas, transforman o destruyen. Esto ocurre en El ropero, los viejos y la muerte. En cuentos como el de Bárbara prevalece el enigma hasta el final, como ocurre en Bartleby de Melville. El lector debe resolverlo sin concesiones. A veces con actos de piedad que los afectan como en Dirección equivocada, donde un cobrador se conduele de sus acreedores y desiste, yendo contra su profesión.

En todos sus cuentos la sorpresa no es al final, sino ocurre en el trayecto de la trama, también están los cuentos trasvasados de una fina poesía, una especie pátina, de música de fondo que los envuelve. Es tan cruel como el de Una aventura nocturna de un solitario ligador que se ve zaherido, con una mala leche que parece un cuento de Saki, y hace escarnio de la humillación. No deja uno de reír de tan crueles historias que terminan como nadie imagina. Mi favorito, por supuesto, es el de los fumadores que a veces parece más un ensayo, pero que es una divertidísima crónica de una dependencia y pertenencia a un objeto mágico. En suma, estamos ante un libro grandioso, que por fin se halla al alcance de los lectores mexicanos; tan difícil de encontrar textos de este excéntrico latinoamericano. Ribeyro lo confirma: es el más realista narrador de los tiempos que corren.

bardamu64@hotmail.com

Por ello, cuandohallo un escritor que tiene una gran soltura y vocación para las historiascortas, mi admiración es doble.

Muchos narradores de largo aliento no poseen ese talento. Acaso algunos poetas, tal vez por su mayor cercanía, debido a la exigencia de su composición. No basta tener una buena historia, tampoco oficio narrativo, se requiere de algo más. Los teóricos han escrito mucho sobre eso: adquiere esa tensión estructural, esa malicia, ese pulso exacto para que la historia no se caiga o no le falte algo, es inexplicable. Uno puede saberse todas las teorías, desde Poe, hasta Hemingway o Piglia, pero a la hora de escribirlo algo falla.

Algunos novelistas son también tremendos cuentistas: Hemingway, Sartre, Vargas Llosa, Rulfo, Italo Calvino, Kundera, Roth, Musil, Mandiargues, Fuentes, Juan García Ponce, Tario, Melo, Mauricio Molina, Alberto Chimal, Agustín Cadena, Mario González Suárez, Eduardo Antonio Parra…

Los ingredientes que, se sabe, requiere todo buen cuento son, entre otros: la intensidad, la completud o esfericidad, la ambigüedad, la precisión, la concisión, y la malicia. Esto último tan difícil de conseguir, puesto que postula una intención oculta, una especie de engaño para el lector, una dimensión lúcida, de control, de certera busca del efecto famoso final. Por supuesto, elude la candidez, la ingenuidad –que no la frescura–, lo silvestre. Y eso es muy caro para los autores.

O explican de más o dejan en primer plano todo el significado como en la nouvelle. Me parece que otro ingrediente cuasi necesario en el cuento, y del que es maestro el peruano Julio Ramón Ribeyro, es el misterio. Sí este prevalece hasta el final, adquiere esa fuerza y malicia necesarias.

Este narrador que vivió en París muchos años, y que se formó de hecho allá, posee una cualidad innata para las historias cortas. Cultiva el cuento, el relato y los derivados. Escritor de culto, que no es de los más afamados en Latinoamérica, como Cortázar, García Márquez, Borges, posee esa ironía que permea todos sus textos que es concomitante de algunos autores elegidos. Uno al leer sus cuentos después de los primeros ya sabe que todos terminarán mal. Sus personajes son encadenados a la fatalidad, a la desgracia, a la pérdida, al fracaso. Y esto sin desplegar ningún moralismo ramplón, ni amargura, sino con una gran carcajada.

La antología que acaba de editar la Universidad Veracruzana de sus cuentos más celebres, La insignia y otros relatos geniales, compilada y prologada por el crítico especialista Juan José Barrientos, es un hallazgo y una joya.

Allí aparecen los más conocidos cuentos del peruano, como el de Sólo para fumadores, verdadero tratado sobre el vicio o arte de fumar. Desde la experiencia y la sensibilidad por medio de la hipérbole construye un delicioso relato de una obsesión. Hasta los no fumadores se sabrán tocados por tan excelso recorrido por los meandros del vicio solitario.

Todos son verdaderas joyas, hablan de un agudo observador de la condición humana, cuentos realistas que colindan algunos con la crónica, por ejemplo el de La insignia, él como un objeto adquiere cualidades mágico-trágicas, o el de Por las azoteas, que descubre un mundo insospechado en la cotidianeidad en medio de una historia de bildungsroman, el de los merengues que es implacable con su personaje; hay hasta un degusto por la punitiva suerte que corren todos; en Ribeyro nada es pueril, los objetos adquieren una enorme importancia, revelan algo, marcan vidas, transforman o destruyen. Esto ocurre en El ropero, los viejos y la muerte. En cuentos como el de Bárbara prevalece el enigma hasta el final, como ocurre en Bartleby de Melville. El lector debe resolverlo sin concesiones. A veces con actos de piedad que los afectan como en Dirección equivocada, donde un cobrador se conduele de sus acreedores y desiste, yendo contra su profesión.

En todos sus cuentos la sorpresa no es al final, sino ocurre en el trayecto de la trama, también están los cuentos trasvasados de una fina poesía, una especie pátina, de música de fondo que los envuelve. Es tan cruel como el de Una aventura nocturna de un solitario ligador que se ve zaherido, con una mala leche que parece un cuento de Saki, y hace escarnio de la humillación. No deja uno de reír de tan crueles historias que terminan como nadie imagina. Mi favorito, por supuesto, es el de los fumadores que a veces parece más un ensayo, pero que es una divertidísima crónica de una dependencia y pertenencia a un objeto mágico. En suma, estamos ante un libro grandioso, que por fin se halla al alcance de los lectores mexicanos; tan difícil de encontrar textos de este excéntrico latinoamericano. Ribeyro lo confirma: es el más realista narrador de los tiempos que corren.

bardamu64@hotmail.com

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