/ martes 8 de enero de 2019

Neblina morada / Los Coen en su laberinto

Barton es un ser disminuido, cobarde e insignificante que además de su origen judío, tiene en su contra, –en un país racista– la falta de ambición y cinismo de un guionista contemporáneo

(Tercera parte)

El cree que la escritura es una herramienta, cree en el arte como un estado de conexión con la realidad, a la vez que de excepción. Así, por ejemplo, cuando celebra frenéticamente en el salón de baile y los marineros quieren golpearlo, les grita que él es un creador, que es un escritor, y que ha hecho su obra maestra.

Un guion por lo demás que refleja el momento exaltado por el que atraviesa en ese momento.

Que lo hace exorcizar sus demonios internos, y lo hace expulsar el temor y el pasmo ante el crimen de la mujer en su cama. Otro ingrediente es el hecho de que su único amigo sea un psicópata que lo ha engañado y que se dedica a asesinar personas, entre las que están seguramente sus parientes a los que él condenó dándole su dirección al decapitador.

Pero eso ya no importa; la esterilidad ha sido expulsada. Y en ese final de encuentro paradójico con la genialidad, encuentra su infierno vegetativo, la confusión que lo introduce en un estado de irrealidad, de fantasías delirantes que, con su macabra nueva posesión –la cabeza–, metaforizan la labor del creador presa de sus propias criaturas.

La busca del lector –u espectador ideal– es una impronta perpetua. Un escritor como dice Cortázar en Rayuela, debe de influir y entablar un inteligible diálogo de reciprocidad que involucre en la propia creación –lo que Eco llama obra abierta– al lector. El otro caso, el del lector pasivo, lo llamaría el lector hembra. En cuanto al espectador, poco margen hay para interactuar, salvo la crítica cinematográfica, debido acaso a la rapidez del género al momento de confrontarlo. Pero también, habla de una actitud en torno a la obra de su demiurgo: el guionista.

Barton cree que puede tocar en lo profundo a ese ser sin nombre que es quien hace andar el mundo. Ese mismo hombre común que Los Simpson tanto satirizan; ese americano medio que ostenta tanto la ordinariez como la carencia de una cultura sólida.

Y así esgrime su idealismo como una arma que lo confirma en tanto que creador de historias que a la vez son un espejo deformante. Un reflejo de lo que pretende retratar. El problema existe cuando el hombre común no entiende esa propuesta que calificarán de cursi, ininteligible o pretensiosa los que propician su gusto: los ejecutivos de la industria en este caso.

Moldear el gusto a expensas del arte, crear una manera de entender el mundo a partir de aquél es generar un tabú; y en la generalidad sustentan sus ofertas. Los perfiles se adhieren a historias que se consumen como una manera de identificarse. Suprimir esto es apelar al guetto, a la secta, a la pertenencia de sociedades secretas. La tentación del escritor es tocar la vulgaridad y transformarla. Acceder a ese polimorfo ser múltiple ávido de aventuras extraordinarias, pero ajeno a la reflexión y la crítica. Esa es su utopía personal.


Idelsan_7@yahoo.com.mx

(Tercera parte)

El cree que la escritura es una herramienta, cree en el arte como un estado de conexión con la realidad, a la vez que de excepción. Así, por ejemplo, cuando celebra frenéticamente en el salón de baile y los marineros quieren golpearlo, les grita que él es un creador, que es un escritor, y que ha hecho su obra maestra.

Un guion por lo demás que refleja el momento exaltado por el que atraviesa en ese momento.

Que lo hace exorcizar sus demonios internos, y lo hace expulsar el temor y el pasmo ante el crimen de la mujer en su cama. Otro ingrediente es el hecho de que su único amigo sea un psicópata que lo ha engañado y que se dedica a asesinar personas, entre las que están seguramente sus parientes a los que él condenó dándole su dirección al decapitador.

Pero eso ya no importa; la esterilidad ha sido expulsada. Y en ese final de encuentro paradójico con la genialidad, encuentra su infierno vegetativo, la confusión que lo introduce en un estado de irrealidad, de fantasías delirantes que, con su macabra nueva posesión –la cabeza–, metaforizan la labor del creador presa de sus propias criaturas.

La busca del lector –u espectador ideal– es una impronta perpetua. Un escritor como dice Cortázar en Rayuela, debe de influir y entablar un inteligible diálogo de reciprocidad que involucre en la propia creación –lo que Eco llama obra abierta– al lector. El otro caso, el del lector pasivo, lo llamaría el lector hembra. En cuanto al espectador, poco margen hay para interactuar, salvo la crítica cinematográfica, debido acaso a la rapidez del género al momento de confrontarlo. Pero también, habla de una actitud en torno a la obra de su demiurgo: el guionista.

Barton cree que puede tocar en lo profundo a ese ser sin nombre que es quien hace andar el mundo. Ese mismo hombre común que Los Simpson tanto satirizan; ese americano medio que ostenta tanto la ordinariez como la carencia de una cultura sólida.

Y así esgrime su idealismo como una arma que lo confirma en tanto que creador de historias que a la vez son un espejo deformante. Un reflejo de lo que pretende retratar. El problema existe cuando el hombre común no entiende esa propuesta que calificarán de cursi, ininteligible o pretensiosa los que propician su gusto: los ejecutivos de la industria en este caso.

Moldear el gusto a expensas del arte, crear una manera de entender el mundo a partir de aquél es generar un tabú; y en la generalidad sustentan sus ofertas. Los perfiles se adhieren a historias que se consumen como una manera de identificarse. Suprimir esto es apelar al guetto, a la secta, a la pertenencia de sociedades secretas. La tentación del escritor es tocar la vulgaridad y transformarla. Acceder a ese polimorfo ser múltiple ávido de aventuras extraordinarias, pero ajeno a la reflexión y la crítica. Esa es su utopía personal.


Idelsan_7@yahoo.com.mx

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