En París era una fiesta, Hemingway quería deshacerse de un amigo molesto que no lo dejaba trabajar en un café y después de discutir le dijo: bueno, si no puedes escribir narrativa, hazte crítico. Así tendrás independencia y podrás hacer pedazos a quien quieras.
Total, lo convence para que lo deje en paz, y el otro le dice que empezará con él y comienza a espetarle sus defectos estilísticos. El Nobel lo mira y dice, “sí ya hablas como crítico”.
Divertida anécdota, pero el crítico, por cierto el francés que más aprecio es Maurice Blanchot. De la estirpe de escritores de la negatividad, en el sentido surrealista del término, sobre aquellos que confrontan el status quo cultural de occidente, y lo hacen desde una crítica del lenguaje, una postura marginal ante el erotismo, la religión, o una sublevación a los mitos modernos; pienso en Roger Caillois, Raymond Queneau, Michel Leiris, Pierre Klosowski, Georges Bataille, amigos suyos por cierto, y de la misma estética. Todos ellos enormes ensayistas, también.
Amigos disidentes del grupo surrealista y, sobre todo, los que formaron parte del Colegio de Sociología, esa especie de sociedad secreta sobre lo sagrado que presidía Bataille y que apelaban a una estética oscura, Caillois estudiando los sueños, lo feérico; Klosowski y Bataille, el erotismo maldito; Leiris como exegeta de la cultura occidental y de los mitos de la África negra; y el más intelectual y filósofo de todos, Maurice Blanchot, crítico literario, novelista, quien en sus ensayos hace una criba de la literatura occidental al dotar al silencio –como Wittgenstein y Paul Celan– de una importancia semántica y estructural esencial, y ya como la forma natural de expresión, y la reflexión acerca del fin de la obra en El libro que vendrá, y de La risa de los dioses, obras fundamentales.
Si existe una filosofía de la literatura ésta la ejerce Blanchot, el profundo descifrador de Kafka, Henry James y tantos otros. Si para Heidegger el lenguaje es la casa del ser, para él es su ausencia. Un sinsentido que dota de sentido.
En sus ensayos aborda lo mismo autores de fragmentos como Kafka, de proyectos infinitos e inacabados como Musil, de la imposibilidad del lenguaje como Artaud, de la vitalidad del azar como Breton, de la antinovela como Broch; es decir: el crítico francés opta por la desaparición de eso que se conoce como “literatura”, para adentrarse en la literatura misma.
Y ahí habla del fin de la novela, del fin del libro “cualquier arte se origina en una carencia excepcional. Toda obra es “la puesta en obra” de esa falta de origen que permite la aproximación amenazada de la plenitud, así como una luz nueva de esa concepción peculiar de nuestro tiempo en que el arte dejó de ser una afirmación común, una tranquila maravilla colectiva y se ha vuelto tanto más importante cuanto más improbable”.
Este enorme escritor es de la estirpe de Flaubert, y de Mallarme. De ambos hereda el gusto por el silencio y la ausencia. El vacío que lo lleva a hablar de la desaparición del libro. Un pensador de la estirpe también de Wlater Benjamin, y que en sus ensayos, logra una calidad tal, que compite con las mayores obra de ficción.
Estilista del lenguaje, su lucidez lo sustrae de sus amigos de ruta, los oscuros intelectuales de la negatividad. Coqueteo con el surrealismo, y fue amigo muy cercano del filósofo Emmanuel Levinas, empero, Bataille, Leiris, Paulhan lo influyeron hondamente.
Sus ensayos sobre Borges, Proust, Kakfa, Beckett, Broch y Henry James son de los más iluminadores que se conozcan. Sus reflexiones sobre la literatura, él con Mallarme, y por su sensibilidad surrealista piensa que la literatura es azar, así como el verso blanco, y la ausencia de sentido son referentes de lo moderno, por ello, el fin del libro es al mismo tiempo la concepción del nuevo libro. Una literatura donde la nada se muestra, toda obra es un continuum logrado, y por ende, una reelaboración donde se ara sobre el vacío.
El espacio es el rumbo, la palabra la barca, el hombre el pasajero sin brújula que habrá de guiarse a sí mismo por las olas del lenguaje. Un libro lleva a otro libro, un espacio a otro más y así inexorablemente. Primero de derecha, luego de la izquierda radical, Blanchot es un referente, y Blanchot inicia una intensa actividad como crítico literario, textos que irá reuniendo en sucesivos volúmenes: Falsos pasos (1943), La parte del fuego (1949), Lautréamont y Sade (1949), El espacio literario (1955), El libro por venir (1959; Trotta, 2005), El diálogo inconcluso (1969) y La amistad (1973).
Se trata de una escritura en la que Blanchot cuestiona permanentemente la posibilidad de la literatura, del escritor y de la obra, en una reflexión atravesada por las nociones de lo neutro, la soledad y la “deshora”. A ésta consagrará uno de sus últimos escritos, La comunidad inconfesable (1983), en el que se muestra la convergencia de su pensamiento literario y político. De lo que rescato dice: “Sartre demostró que la novela no debía responder a la premeditación del novelista sino a la libertad de los personajes. En el centro de todo relato existe una conciencia subjetiva, esa mirada libre e inesperada que hace surgir a los acontecimientos mediante la vista por donde los capta. O probablemente la lectura simbólica sea la peor manera de leer un texto literario”.
bardamu64 @hotmail.com.