Héctor Carreto pertenece a la última generación de poetas notables, la de los años 50, ésa que dio voces tan disímbolas y poderosas que lo mismo son poetas marítimos, como José Luis Rivas; místicos, como Javier Sicilia; lumpen orales experimentales como Ricardo Castillo; deudos de los objetos y las cosas nimias como Fabio Morabito; eróticos, como Silvia Tomasa Rivera; telúricos y panteístas, como Efraín Bartolomé; artífices de la poesía pura como Jorge Esquinca; elegiáticos y en versículo largo como José Javier Villarreal; herméticos y mitológicos, como Alberto Blanco, y un rico y proteico etcétera. Carreto sobresale entre tanto poeta original por su ya sabido sentido del humor, tan difícil de hallar en nuestras letras.
Como varios de los mencionados, obtuvo el Premio Aguascalientes de poesía, el más importante en México, en 2002, con Coliseo, un libro de versos que ya está traducido al inglés. Su poesía consta generalmente de poemas breves, cercanos al epigrama o con colindancia con el aforismo, donde sobresale el ritmo, y la parodia, el sesgo irónico, la picardía mexicana, que no desdeña usar la cultura pop: el cine, el cómic, la tv para sus giros satíricos. Es un juego. Por otro lado, a veces paralelamente, aborda la historia el mito, la literatura misma para construir sus versos sin perder el primer rasgo.
Hay un constante erotismo, no exento de irreverencia: se burla de la religión, de las costumbres, de las instituciones, y alía las obras clásicas con lo mundano, por ejemplo, aparecen secretarías, oficinistas, abogados, etc. Muchas referencias freudianas también. Hace de estas obras maestras: la Ilíada, por ejemplo, parodias. Desmitifica. Picnic es su libro más reciente, plaquette que continúa con sus obsesiones.
Por supuesto, en toda su poesía hay relato, breve y eficaz, que se sintetiza en juegos de palabras o de sentidos. Hay algo de las greguerías de Gómez de la Serna, de la mordaz lucidez de Salvador Novo, del, en fin, mejor humor mexicano, tan insólito en la poesía mexicana.
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