Neblina morada / Prolegómenos para recapitular el milenio II parte

El país ha cambiado, pero el mundo más

  · martes 11 de junio de 2019

Los vericuetos de la emoción no son producto de ningún estímulo externo, son la síntesis de un ansia compartida y fortuita. Así, mis amigos de la Pink Floyd, del centro, el pasaje Enríquez, rehuían cualesquier resquicio de solemnidad o de atavismo; se perdían en esas calles fatigosas de la madrugada, y se centraban en el encuentro ecléctico con los luchadores sociales, los ecolocos, los pelagatos felices, los fresas, los míticos sin nombre que ahora no existen entre tanta desfachatez en fachas.

Todos con Tía Pina para adormecer y consentir la cruda, todos solidarios de la etílica parodia de la euforia; por ello, un tiempo elástico es más nítido y valioso que un tiempo pragmático-occidental-científico-irremediable —para seguir a Eliot—, y además es personal. Uno es historia, y futuro, según Foucault “pienso en lo que fui y lo que seré”, y esa marca que se escoge, más que el refugio de la memoria es una acechanza perenne donde las imágenes son inmanentes, ahistóricas, intemporales. Por eso la erosión es una trampa.

Lapsos de la contundencia del devenir, pero retazos de excepción entre la marea de lo que uno fija y no cambia. Me explico: Proust intentó en ese monumental libro En busca del tiempo perdido, una fijación, no de la nostalgia, sino de la revelación del pasado como producto nuevo, desconocido.

En su análisis de los celos, hurgó con tal maestría en su naturaleza que tuvo que remontarse a esta etapa temprana en que En la Prisionera aparecen. Que no son los mismos de un ente adulto donde entran otros mecanismos.

Él, redujo esa parte multiforme de lo humano a dos visiones especulares: la de la mujer en el hombre y viceversa. Los celos, parece decirnos, no tienen tiempo porque se sustraen de su recipiente y se revelan como son en su esencia inmaculada. Así, la inocencia—ese otro gran tema ausente ahora en el arte y fundamental— no es un opuesto a las pasiones; es, por el contrario, su motor.

Una Era inocente donde fue posible una Revolución de Terciopelo, y la búsqueda de un mundo sin basura y residuos dañinos, donde la amistad era tan fácil como una mañana soleada de domingo, como la canción de The Commodores. No sé si ahora es válido hablar en términos de generaciones. Su vínculo es más aleatorio, más elusivo. Antaño bastaba con un signo de identidad más allá de los próximos atuendos o de los gustos, para reconocerse. Un incentivo para emerger de entre los escombros de la frivolidad —ahora lo sé: profunda—.

La evidencia es sagrada. El país ha cambiado, pero el mundo más. Lo convencional es revulsivo, lo trasgresor es convencional. El tiempo no nos hace a nosotros, nosotros lo hacemos a él. Y puede ser algo tan inútil y prescindible como unos relojes derritiéndose. Por ello la amistad no tiene fronteras; ni el amor, tiempo; por eso el cambio es posible, desde lo interior hasta lo vasto; por eso cada mundo es un hombre, cada instante un mundo, y la utopía, entonces, no es una broma macabra.

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