Irving Ramírez
(Segunda de dos partes)
El yo de Stendhal era un yo fascinado con la vida, y de una extrema sensibilidad que lo hacían emocionarse hasta las lágrimas con la Scala de Milán y obrar bajo su embrujo durante meses en pleno éxtasis; o desmayarse ante una obra de arte por la emoción, lo que se denomina en psicología el “síndrome de Stendhal”, cuando se es hipersensible al goce estético.
Adoraba Las relaciones peligrosas de Choderos de Laclos, con quien tenía no pocas similitudes. Fue un excéntrico, un desarraigado, incluso entre los poetas malditos, su soledad literaria es legendaria y enriquecedora. Los protagonistas de Stendhal se definen por una sola obsesión: la lucha. Y muchos de ellos por la ambición. Por ello Nietzsche lo admiraba; halló pasto para su superhombre en estos guerreros de la vida. El amor era una lucha sin tregua, como en Laclos y si Henry Beyle era un cínico, sus personajes iban más allá y no llegaban al temple del famoso Valmont magnífico, el seductor. El realismo es la comprobación de la fechoría, la contundencia de la malicia, el sabor de la ignominia y la caída.
Pero en ello no cejaban sus personajes que se enfrascaban en batallas de todo tipo, incluso consigo mismos, como el intento de asesinato de Julien Sorel a Madame de Renal en Rojo y negro.
Stendhal hurga el juego de las pasiones. El retrato que hace W. G. Sebald de Stendhal es portentoso en Vértigo, analiza los dibujos del francés y media entre un campo de guerra regado de cadáveres de caballos napoleónicos y un sueño en fatiga; y esa ambigüedad será en todo caso, la impresión de la historia, sobre todo después de una batalla. Memorable será la idea que varios hallan en la Cartuja de Parma, donde se describe una batalla a través de los ojos de un anónimo y no de los caudillos, para darle mayor fuerza y verosimilitud, además de esa atmosfera fantasmal y caótica que prevalece, que incluso supera a los épicos combates de La Iliada o La guerra y la paz. Él, que adoptó a Civita Vecchia como centro de su vida, se sentía tan cerca de los italianos por su vitalidad, su calor, su expresividad y la belleza de sus mujeres, como Lady Simonetta, a quien inventó sobre el rostro real de una puta. Adoraba la belleza melancólica de las damas, el mismo era un melancólico por elección.
Pensó muchas veces en el suicidio pero, al imaginar las burlas de sus conocidos, desistió. Era un orgulloso. Su genio estaba del lado del siglo XX y no sería pasto de las murmuraciones, a pesar de vivir con penurias. Esa alegría triste, esa energía reveladora, lo llevarían hasta el límite de sus singularidades creadoras. Siempre buscó la felicidad a pesar de su diletantismo. Murió en París, víctima de la apoplejía, y quedó enterrado en lo que ahora es una de sus calles y que ha perdido los restos del genio. Su Italia amada no lo recibió tampoco. Redactó más de treinta y tres testamentos y no tenía grandes bienes; usó más de treinta seudónimos, y sólo se le conoce por Stendhal, más real que su propio nombre casi desconocido, Henry Beyle. Stendhal es grande entre los grandes, improvisaba sus tramas, no sabía cómo terminaría una obra, y sus enseñanzas literarias y filosóficas son pasmosas en toda su obra, sobre todo en Rojo y negro y La Cartuja de Parma. Siempre buscó dotar de racionalidad a las emociones.Creía que el entorno las tocaba, y que éstas, a su vez, reflejaban el mundo. Terminó con una frase que pudo ser dicha por él: El mundo es el paraíso, la broma será eterna.
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