La fragilidad es una coraza. Si un sustento filosófico hay en la obra de Hemingway sería el de Schopenhaur y el de Nietzsche. Sus relatos exaltan la fuerza, la afirmación del yo, la inquebrantable confianza en sí mismo y en un mundo de testosterona. Sus libros están cargados de una alta dosis autobiográfica todos. Varios alter egos, desde Nick Adams, el niño-adolescente-joven, a Jack Barnes, etal. Y ese díptico, Fiesta (roman a cleff grandiosa) y París era una fiesta, biografía novelada donde narra su visión de los años veinte y de la Generación perdida, analizando a sus amigos y compañeros implacablemente, lo desnudan. No esconde sus celos, inseguridades, y el carácter implacable que lo definió.
Si bien su vida (pasto de varias películas) es acaso más rica que sus ficciones, hay en la obra un estilo Hem; algunos ponderan sus cuentos (de los que es maestro) por sobre sus novelas. No lo comparto. Recuérdese que bastó El viejo y el mar para obtener el Nobel de Literatura. Escritores tan disímbolos como Anthony Bürgess, quien escribió tal vez la mejor biografía del mito, o George Bataille, quien en un ensayo analizó su obra, lo desmenuzan.
Volviendo al inicio sobre su filiación filosófica, escribió Bataille: “No es la moral nietzscheana de los amos, es una moral cuyo sentido más preciso (de donde procede quizá la moral de los amos, bosquejada por Nietzsche, pero de manera sostenible)…”. Acudimos, por un lado, al individualismo solitario y fortalecido de la voluntad, así lo hizo en su vida al sufrir la traición de su novia enfermera en Italia al preferir al oficial italiano y confinarlo a su cabaña de Michigan a tragarse su dolor escribiendo. Ese parteaguas lo transformará de ser un ingenuo joven idealista, al cínico e irónico escritor del Paris vanguardista del novecento. El mito de la Generación perdida él lo encarna mejor que nadie, damnificado de la guerra mundial y del sistema capitalisa y sin embargo llegó a decir “todas las generaciones están perdidas”, de una u otra forma.
Pasó de ser víctima a amo. Su fascinación por la muerte, casi no explorada, lo hará temerario: boxeador, cazador de leones, pescador, soldado de causas correctas, alcohólico y mujeriego; hará gala de su masculinidad en vida y obra. Es el estado salvaje. Ni siquiera la edad mina esa condición, como el viejo Santiago que extrae fuerzas de la nada a su ancianidad y mata tiburones. Por ello su prosa está llena de vigor (más que nada le interesa la acción física). Prescinde de adjetivos mayormente, busca el motivo justo, la precisión, el movimiento, la sencillez, que no la simpleza. La elipsis. Un maestro del diálogo. No se adentra en la psique de los personajes: hablan sus acciones. Adiós a las armas es una obra maestra del ritmo y de la seducción lectora; Campamento indio y Los asesinos, de la elipsis y ejemplo de su teoría del iceberg, que lo que se omite es lo más importante.
París era una fiesta es clásica, crónica de una época esencial en la cultura occidental. Él era el burdo americano que esconde su cultura y esgrime su inteligencia irónica sin par. El superhombre nietzscheano hablará por su boca. Paradójico, el escritor más norteamericano del siglo XX, casi no escribió sobre su país. La escritura como eje vital, el movimiento como nutriente, la experiencia como leit motiv, la aventura como coartada contra el mundo. Papá Hem usó sus fragilidades como escudo sobre la crueldad. Él era la Generación perdida encarnada en un solo hombre.
“El mundo acaba con todos. Y después muchos son fuertes en los sitios rotos”. Esta frase me impresiona, más que sus héroes literarios, remite a él mismo en su cabaña junto al lago Michigan, rechazando a la mujer de su vida que lo traicionó y lo buscó allí, y quedándose con su orgullo a sumergirse y emerger de su dolor solitario, como la leyenda que es, al que ni la muerte puede vencer. Esa capacidad sobrehumana de sobreponerse a la adversidad en vez de evadirse: “se puede derrotar a un hombre, pero no vencerlo”, más, incluso que el sobrevivir a decenas de esquirlas de plomo en sus piernas en la primera guerra mundial está esa resucitación del corazón herido. Nunca la olvidó. Y las sucesivas sólo confirmaron esa decepción.
Sin duda, su fijación por la muerte guió su vida y obra. No un alarde de valentía, como muchos piensan, una prueba de supervivencia que lo engrandece, hasta su suicidio que él decidió cómo y cuándo. Le dolía más la vida que la muerte y así la dominaba. Eso: la furia de la vida, y la creación de una obra, unidas, irresolublemente.
bardamu64@hotmail.com