Si vas a matar a alguien tienes que hacerlo con toda su descendencia, me comentó una tarde calurosa en un bar de la ciudad, mientras pedía otra ronda de güisqui Johnnie Walker King George V, que solía llevar de su cava personal al mismo bar que frecuentaba desde que tenía 20 años. Ya no pagaba descorche, porque su propina era muy generosa y el dueño sabía quién era él. El día que me soltó esa frase, a bocajarro, supe que me había ganado su confianza.
En esa ocasión, mientras veía mover los cubos de hielo en su vaso, recordé “Yo, asesino”, una novela gráfica que compré en Madrid hace ya varios años, que cuenta la historia de un profesor que se dedicaba al asesinato como una forma de arte. “Lo llamo ‘asesinato impromptu’ porque es imprevisible e improvisado… Divinizar a unos y asustar a otros, de eso se trata el arte… provoca admiración o miedo… así que, intencionadamente o no, fortalece al poder”, recordé uno de los cartones.
Claro, añadió, para sacarme de mis pensamientos, lo más importante de esto es no dejar rastro. ¡Ni un cabo suelto!, lanzó, mientras le pedía al mesero más líquido ámbar en las rocas. Sonia, su joven compañera, lo interrumpió, pidiéndole dinero para seguir en las “máquinas”. Con desgano sacó la billetera y le dio mil pesos. “Esto es un arte”, me comentó y no entendí si se refería al “amor” o al “asesinato” o a ambas.
Además, si te metes en esto, tienes que saber con quién te enfrentas y si sabes que le podrás ganar, porque al enemigo y al malo no hay que hacerle sombra; uno debe saber cuándo alejarse, para no sucumbir. Esto no es nada nuevo, añadió, intentando lanzar una bocanada verbal de sabiduría. Desde sus orígenes, la historia del ser humano está plagada de asesinatos. ¿Conoces el libro del Génesis en la Biblia y la muerte de Abel en manos de Caín? Es literatura de un pueblo, pero es el sentido del origen del hombre levantando la mano sobre su propio hermano.
Y de ahí, hasta nuestros días, en los negocios, en la vida diaria, en cada momento del ser humano sobre la tierra, de lo único de lo que se trata es de avasallar, de pasar por encima de los otros, de poseerlos y de matarlos poco a poco. Y cuando algunos se atreven a la sangre fría, —como al personaje de Antonio Altarriba y Keko Godoy en Yo, asesino— se les juzga por locos, cuando es parte de la naturaleza.
No supe qué decir, porque tenía razón. Paladeé, como si fuera el último de mi vida, el King George V y miré de reojo la belleza de Sonia, la mujer que le daba luminosidad a los días de Rustrián. Debía tantas vidas y había vividos tantas vidas y ahí estaba, intacto, firme, disfrutando del amor de una mujer joven, a quien, como le escuché decir a un viejo compañero periodista, le daba dinero y asco.
Salí del bar esa noche con el espíritu en alto, por el efecto del güisqui, mientras en la radio escuchaba la voz de Miguel Bosé, “en la oscuridad puedo ori tu voz, ¿qué herencia he de pagar?, ¡qué antiguo es el castigo!, Dios de Dios, vivo sin saber de ti, bajo el signo de Caín”.