Todavía puedo recordar aquella vez en que la tía Flor me llevó al mar. No se los niego: tuve miedo. Me inquietaba un poco el ruido que hacían todas las olas cuando se deshacían al llegar a tierra. La tía Flor decía que no me pasaría nada, que ella me cuidaría y que iríamos cerca del agua para mojar los pies.
Yo le decía que por favor no a lo que volvía a insistir que nada pasaría. Y así fue, aunque el agua estaba muy fría, la tía Flor hizo que la tocara y sintiera confianza al mar, poco después me dejó en paz. Me sentó en la arena y me contó esta historia.
Hace muchos años, en esta misma playa y cuando el abuelo Nabor era apenas un niño su papá la pedía viniera a recoger todas las tardes las conchas que el mar había dejado regadas en la arena. Parecían lunares blancos esparcidos por la orilla, hasta donde el agua salada las había empujado. Le decía su padre al niño Nabor “ve hacia la playa a recoger las conchas que el olvido del mar dejó en la arena”.
Cada pequeña concha, por insignificante que pudiera ser para muchos, representa la luz de un sueño nuevo, como si pequeñas estrellas se hubieran desprendido del cielo y al caer al mar el agua y la sal las convertían en eso. Decía mi abuelo que los pescadores cuando navegaban en sus botes y tiraban la red al mar se llevaban esos sueños a sus casas. A veces una que otra pequeña concha se colaba en la atarraya y el pescador recomendaba a sus hijos la guardaran muy bien, que era señal de buen augurio y de muchos, muchos sueños por venir…
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