La pisaba, la pasaba entre las piernas y luego la volvía a pisar; de pronto, cuando nadie lo esperaba, Ronaldo tiraba un túnel, y si la jugada lo permitía, esperaba a su rival para repetir el ritual una y otra vez. No, no era crueldad, aunque lo parezca. En este mundo en el que tanta gente piensa distinto, Ronaldo Nazario da Lima fue capaz de lo impensable: de unificar criterios. Y es que entre las pocas certezas que la vida ofrece había una más grande que todas: en la cancha, Ronaldo no era humano, se trataba de un fenómeno.
Ronaldo ejemplificó a la perfección ese papel reservado para los genios brasileños. El delantero carioca aprendió desde pequeño que en esa zona del mundo el futbol no se juega, más bien se baila. El “Fenómeno” pertenece a esa clase de niños forjados al calor de las derrotas, así como Pelé lloró el “Maracanazo”, a Ronaldo le tocó sufrir por aquella década de los ochentas donde Brasil la pasó tan mal. Es el precio de la gloria.
Pocos nueves se recuerdan en la historia del futbol como él. Y es que su talento le daba para jugar en cualquier zona del ataque. El número era un simple formalismo. Ronaldo tenía un vínculo curioso con la velocidad: arrancaba, aceleraba y frenaba con ese virtuosismo que da el ser impredecible. Lo mismo marcaba goles al toque que con jugadas construidas a mil por hora.
El genio fue parte del Mundial ganado por Brasil en 1994, aunque su juventud le impidió disputar siquiera un solo partido. Fue en Francia donde Ronaldo comenzó a escribir un relato portentoso, una historia que, dicho sea de paso, dio un vuelco inesperado y se alejó de la pelota para internarse en temas más escabrosos como la vida misma. Apenas unas horas antes de disputar la final ante los anfitriones, el “Fenómeno” sufrió una crisis cardiaca que por poco le cuesta la vida. Terco como pocos, el corazón de Ronaldo dribló a la muerte. Luego, el delantero se calzó los tacos y saltó al campo de Saint Denis, aunque es cierto que poco pudo hacer. “Perdimos el Mundial, pero yo gané otra copa, la de la vida”, dijo años más tarde.
Ronaldo apareció en Corea-Japón con un mechón de cabello sobrándole a su eterno rape. Es el arte del engaño. El jugador quería que se hablara más de su look que de una lesión que comprometía su ingle, y lo logró. El brasileño marcó cuanto gol quiso por las tierras asiáticas hasta llevar a Brasil a la gran final. Ya ahí, el “Fenómeno” liquidó la tarde con un doblete ante un gigante llamado Oliver Kahn.
Con el preciado trofeo en las manos Ronaldo no hizo más que engrandecer su leyenda. El objetivo se había cumplido. Todavía, pese a las constantes lesiones de rodilla que pretendieron opacarle el talento, el “Fenómeno” regresó a una Copa del Mundo para superar a Muller y convertirse, con 15 anotaciones, en el máximo goleador en la historia de los Mundiales. Luego llegaría Miroslav Klose, pero esa es otra historia.
El futbol de Ronaldo se asemeja a un huracán que tras su paso nada vuelve a ser igual. El “Fenómeno”, con su vértigo, fue capaz de meterle la duda a toda una generación, que con esa mala costumbre que tiene de comparar siempre, cada que se cuestiona sobre lo mejor que han visto sus ojos, al menos su nombre salga y se convierta en mito, y luego ese mito se convierta en gol.