/ domingo 13 de febrero de 2022

Super Bowl: los mexicanos que le ponen sabor a Los Ángeles y cumplen el sueño americano

Según las últimas cuentas, en la ciudad de Los Ángeles hay poco más de 6 millones de latinos

¿Cuánto le debo, mi jefe? le pregunto al taquero. ¿Cuántos fueron, güero?, me contesta, en el código que nos representa como mexicanos por más que estemos en Los Ángeles y me vaya a cobrar en dólares. Nunca he entendido cómo funciona el proceso chilango en ese instante; es decir, la historia que nos impone como gandayas, y sin embargo, no conozco a nadie que se atreva a mentir en el sagrado momento. Me comí cuatro, le digo, dos campechanos, uno de costilla y otro de pastor, y un agüita de horchata. Son 20 dólares, me dice don Cristino Arispe, el patrón del Parrillón. Hago la cuenta rápido, pero no convierto a pesos, desde que alguna vez pagué tres dólares por un refresco en el aeropuerto, algo así como 60 pesos por una botellita de 600 mililitros, decidí dejar de hacerlo.

El puesto de mis paisanos, cubierto por la lona roja de los tianguis y alumbrado por una hilera de focos, está ubicado en la calle Wilshire, a unos 15 minutos del Downtown de Los Ángeles. Mientras uno camina por la banqueta, el olor del carbón anticipa el regocijo; la carne bajo la lumbre puede fácilmente confundirse con la parrillas del barrio coreano, pero no, son las costillas que el “Coronel”, como prefiere que le digamos, voltea una y otra vez en el carbón.

Te puede interesar: La tienda del Super Bowl LVI es un paraíso para los aficionados

A un costado está el trompo de pastor, confeccionado con oficio, y luego la plancha, donde Clemente pone a dorar el queso y los bolillos de las tortas. A su lado está Alfonso, que corta la carne y le pone la salsita y la verdura a los tacos. Los condimentos están en el molcajete, hay verde y roja, como los colores de la bandera.

Mientras espero platico con Cristino Arispe, están de luto en el puesto. Por la mañana falleció doña Cecilia Jiménez, la señora que les ayudaba a hacer las tortillas a mano. Murió lejos de su tierra, me dice, es a lo que se arriesga uno cuando deja todo atrás para buscarse una mejor vida, yo creo que no hay nada más triste que morir lejos de las personas que uno quiere, de la familia, me dice.

Don Cristino nació en Puebla, lleva 16 años en los Estados Unidos, sólo una vez ha podido regresar, en el 2009, pero un año después volvió al sueño americano. Con eso de los tacos lleva poco más de medio año. La comida mexicana ha caído bien en el barrio, a los asiáticos les gusta, pero también a los mexicanos que en el sabor buscan los vínculos, con ese poder del gusto de trasladarnos a tierras lejanas. El flujo de gente es constante. Lo que vende es una mezcla de platillos mexicanos, hay tacos, tortas, gorditas, quesadillas, volcanes, burritos, semitas, el agua de horchata, y las costillas a la BBQ, que ser sirven en tacos, para que quede claro que en ese pedacito de Los Ángeles las costumbres son otras.

La historia de Cristino es parecida a la de todos los que trabajan con él. Alfonso, por ejemplo, tampoco ha vuelto a México. Me pide mandar un saludo a sus padres Gertrudis y Rodolfo, y a su esposa Araceli y a sus hijos Giovani, Kevin y Noemí, pero ya se sabe, que cuando los sentimientos se agolpan todo juntos en la garganta la voz no sale, entonces don Alfonso toma un poco aire, y termina.

Según las últimas cuentas, en la ciudad de Los Ángeles hay poco más de 6 millones de latinos, de los cuales casi cinco son mexicanos. Es la cuidad con más presencia de paisanos en los Estados Unidos. Apenas llegamos nos dimos cuenta de eso. En el centro de prensa del Super Bowl LVI, a la entrada, en el filtro de seguridad, está don Raúl, un guardia mexicano. “Hello”, le decimos, y él contesta “buenas tardes”, y nos da el mejor consejo que se le puede dar a quien apenas llega a estas tierras. Acá en Los Ángeles, nos dice, no saluden en inglés, saluden en español y alguien les va a responder, y así le hicimos entonces.

Y es que tanta gente repartida termina por parecer una multitud. No hay sitio donde uno no encuentre a un mexicano que trabaja, de lo que sea, pero trabaja. Es la fuerza de la fe. Los encuentros son variados. El segundo día, por ejemplo, cuando regresaba de hacer algunas cosas en el Estadio SoFi, en Inglewood, tomé un taxi de regreso. Me recogió el señor Rafael, que nació en Jalisco pero tiene más de 40 años viviendo en Los Ángeles. Por mi acento supo que era mexicano, entonces hablamos del tráfico de aquí y de allá, de la política, y de la esencia de lo que somos. En México, me dice, son más calurosos, allá saludan al vecino, al de la tienda, acá la gente se hace fría, rara vez sabemos quién vive a nuestro lado.

Las costumbres, sin embargo, se hacen leyes. José, un taxista salvadoreño, la segunda nacionalidad con más presencia en la ciudad, nos dice que antes Los Ángeles era una ciudad más en calma, sobre todo en las calles. La gente no tocaba el claxon, dice, pero ahora es un escándalo. Alguien se tarda tantito y ya están pitando. Es una de las herencias del latino.

Si en la calle se encuentras tacos, también hay tamales. Ahí está doña Carmen, muy cerca de la calle Wilshere. La saludo, me habla con cierta reservas, le digo que soy reportero, que cubro deportes, entonces se suelta un poco, me dice que tiene más de 10 años viviendo en los Estados Unidos, aprendió a hacer tamales con una señora que emigró de Oaxaca y que le abrió las puertas de su casa. Se pone todas las mañanas, aunque haga frio, en esa ciudad de los cielos despejados.

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Un poco más al sur, en la periferia de la Universidad del Sur de California, en la calma que imponen los lindes del Memorial Coliseum, me encuentro por casualidad a don Macario, que llegó de Veracruz hace 18 años, y que se gana la vida vendiendo paletas y congeladas para los niños que salen de la escuela, y que lo alcanzan a las carreras mientras suena su campana, la misma que me hizo voltearlo a ver para observar su caminar pausado. Lo busco, le compro una paleta de limón en tres dólares, y otra vez no hago la cuenta. Hay que echarle ganas porque está cabrón, me dice. Acá uno arriesga la vida en la calles. Es el eco de Los Ángeles, la ciudad de los contrastes. La ciudad de Hollywood, del espectáculo, de las oportunidades, pero también de las personas sin hogar, de los migrantes que no encuentran trabajo, de los barrios peligrosos cuando se mete el sol.



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¿Cuánto le debo, mi jefe? le pregunto al taquero. ¿Cuántos fueron, güero?, me contesta, en el código que nos representa como mexicanos por más que estemos en Los Ángeles y me vaya a cobrar en dólares. Nunca he entendido cómo funciona el proceso chilango en ese instante; es decir, la historia que nos impone como gandayas, y sin embargo, no conozco a nadie que se atreva a mentir en el sagrado momento. Me comí cuatro, le digo, dos campechanos, uno de costilla y otro de pastor, y un agüita de horchata. Son 20 dólares, me dice don Cristino Arispe, el patrón del Parrillón. Hago la cuenta rápido, pero no convierto a pesos, desde que alguna vez pagué tres dólares por un refresco en el aeropuerto, algo así como 60 pesos por una botellita de 600 mililitros, decidí dejar de hacerlo.

El puesto de mis paisanos, cubierto por la lona roja de los tianguis y alumbrado por una hilera de focos, está ubicado en la calle Wilshire, a unos 15 minutos del Downtown de Los Ángeles. Mientras uno camina por la banqueta, el olor del carbón anticipa el regocijo; la carne bajo la lumbre puede fácilmente confundirse con la parrillas del barrio coreano, pero no, son las costillas que el “Coronel”, como prefiere que le digamos, voltea una y otra vez en el carbón.

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A un costado está el trompo de pastor, confeccionado con oficio, y luego la plancha, donde Clemente pone a dorar el queso y los bolillos de las tortas. A su lado está Alfonso, que corta la carne y le pone la salsita y la verdura a los tacos. Los condimentos están en el molcajete, hay verde y roja, como los colores de la bandera.

Mientras espero platico con Cristino Arispe, están de luto en el puesto. Por la mañana falleció doña Cecilia Jiménez, la señora que les ayudaba a hacer las tortillas a mano. Murió lejos de su tierra, me dice, es a lo que se arriesga uno cuando deja todo atrás para buscarse una mejor vida, yo creo que no hay nada más triste que morir lejos de las personas que uno quiere, de la familia, me dice.

Don Cristino nació en Puebla, lleva 16 años en los Estados Unidos, sólo una vez ha podido regresar, en el 2009, pero un año después volvió al sueño americano. Con eso de los tacos lleva poco más de medio año. La comida mexicana ha caído bien en el barrio, a los asiáticos les gusta, pero también a los mexicanos que en el sabor buscan los vínculos, con ese poder del gusto de trasladarnos a tierras lejanas. El flujo de gente es constante. Lo que vende es una mezcla de platillos mexicanos, hay tacos, tortas, gorditas, quesadillas, volcanes, burritos, semitas, el agua de horchata, y las costillas a la BBQ, que ser sirven en tacos, para que quede claro que en ese pedacito de Los Ángeles las costumbres son otras.

La historia de Cristino es parecida a la de todos los que trabajan con él. Alfonso, por ejemplo, tampoco ha vuelto a México. Me pide mandar un saludo a sus padres Gertrudis y Rodolfo, y a su esposa Araceli y a sus hijos Giovani, Kevin y Noemí, pero ya se sabe, que cuando los sentimientos se agolpan todo juntos en la garganta la voz no sale, entonces don Alfonso toma un poco aire, y termina.

Según las últimas cuentas, en la ciudad de Los Ángeles hay poco más de 6 millones de latinos, de los cuales casi cinco son mexicanos. Es la cuidad con más presencia de paisanos en los Estados Unidos. Apenas llegamos nos dimos cuenta de eso. En el centro de prensa del Super Bowl LVI, a la entrada, en el filtro de seguridad, está don Raúl, un guardia mexicano. “Hello”, le decimos, y él contesta “buenas tardes”, y nos da el mejor consejo que se le puede dar a quien apenas llega a estas tierras. Acá en Los Ángeles, nos dice, no saluden en inglés, saluden en español y alguien les va a responder, y así le hicimos entonces.

Y es que tanta gente repartida termina por parecer una multitud. No hay sitio donde uno no encuentre a un mexicano que trabaja, de lo que sea, pero trabaja. Es la fuerza de la fe. Los encuentros son variados. El segundo día, por ejemplo, cuando regresaba de hacer algunas cosas en el Estadio SoFi, en Inglewood, tomé un taxi de regreso. Me recogió el señor Rafael, que nació en Jalisco pero tiene más de 40 años viviendo en Los Ángeles. Por mi acento supo que era mexicano, entonces hablamos del tráfico de aquí y de allá, de la política, y de la esencia de lo que somos. En México, me dice, son más calurosos, allá saludan al vecino, al de la tienda, acá la gente se hace fría, rara vez sabemos quién vive a nuestro lado.

Las costumbres, sin embargo, se hacen leyes. José, un taxista salvadoreño, la segunda nacionalidad con más presencia en la ciudad, nos dice que antes Los Ángeles era una ciudad más en calma, sobre todo en las calles. La gente no tocaba el claxon, dice, pero ahora es un escándalo. Alguien se tarda tantito y ya están pitando. Es una de las herencias del latino.

Si en la calle se encuentras tacos, también hay tamales. Ahí está doña Carmen, muy cerca de la calle Wilshere. La saludo, me habla con cierta reservas, le digo que soy reportero, que cubro deportes, entonces se suelta un poco, me dice que tiene más de 10 años viviendo en los Estados Unidos, aprendió a hacer tamales con una señora que emigró de Oaxaca y que le abrió las puertas de su casa. Se pone todas las mañanas, aunque haga frio, en esa ciudad de los cielos despejados.

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Un poco más al sur, en la periferia de la Universidad del Sur de California, en la calma que imponen los lindes del Memorial Coliseum, me encuentro por casualidad a don Macario, que llegó de Veracruz hace 18 años, y que se gana la vida vendiendo paletas y congeladas para los niños que salen de la escuela, y que lo alcanzan a las carreras mientras suena su campana, la misma que me hizo voltearlo a ver para observar su caminar pausado. Lo busco, le compro una paleta de limón en tres dólares, y otra vez no hago la cuenta. Hay que echarle ganas porque está cabrón, me dice. Acá uno arriesga la vida en la calles. Es el eco de Los Ángeles, la ciudad de los contrastes. La ciudad de Hollywood, del espectáculo, de las oportunidades, pero también de las personas sin hogar, de los migrantes que no encuentran trabajo, de los barrios peligrosos cuando se mete el sol.



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