Por contradictorio que parezca, la supervivencia de las células, y en consecuencia el eficiente funcionamiento de los órganos del cuerpo, son procesos vinculados con la muerte celular. Los procesos de generación de daño celular son complejos por tres razones fundamentales, el tipo de célula o células que se afecten, el tipo y tiempo de contacto con el agente estresor, y si éste activa o no al sistema inmunológico.
Considerar estos aspectos nos da pauta para comprender que el cuerpo no repara los tejidos que forman cada órgano de la misma forma y al mismo tiempo. Por ejemplo, la piel y la irrigación sanguínea se regeneran rápidamente cuando por descuido nos golpeamos la pierna con la puerta del automóvil, mientras que lo hace lentamente cuando existe obstrucción de venas o arterias que producen las várices.
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Nótese que, si bien coinciden la afectación en la piel y en el flujo de sangre, los efectos del golpe pueden revertirse con un fármaco de uso tópico o local como una “pomada”, mientras que para las várices se requerirá de medicamentos ingeridos o inyectados para calmar el dolor, adelgazar las venas, desintoxicar a las células e incluso ejercer un efecto desinflamatorio.
En este contexto, para restablecer la integridad de los tejidos es necesario contemplar el tipo de tejido, el nivel de daño y el medicamento o terapia idónea. Ahora bien, para diseñar un fármaco es necesario determinar, en principio, si el daño promueve proliferación o muerte celular. Para visualizar fácilmente esto, revisemos tres patologías de amplio interés clínico, el cáncer, la depresión y la enfermedad de Parkinson.
Primero, es importante destacar que éstas tres enfermedades coinciden en que pueden ser causadas por estresores psicológicos, y factores ambientales como concentraciones atípicas de metales pesados en productos agroindustriales, bacterias patógenas en los alimentos, contaminación, entre otros; pero cuando el estresor ingresa o impacta en la fisiología del cuerpo sus efectos a nivel celular y tisular son muy diferentes.
Por ejemplo, las células cancerosas se originan por un desajuste en los mecanismos de proliferación y muerte de las células que naturalmente pertenecen al organismo, por lo tanto, no se activa el sistema inmunológico. Entonces para el diseño de fármacos se han probado dos estrategias esenciales: 1) inducir muerte celular “masiva” localmente, y 2) evitar que las células cancerígenas se dividan mediante la disminución del suministro de oxígeno (hipoxia).
Continuando, en el caso de trastornos del estado emocional y del ánimo como la ansiedad y la depresión, además del daño cerebral, fallas en el resto de los órganos puede motivar su progresión. Generalmente, las neuronas se degeneran lo cual activa al sistema inmune. En este caso, los fármacos se diseñan para evitar la muerte y la neuroinflamación (proliferación de células gliales), además de facilitar los mecanismos químicos que promueven la comunicación entre las células nerviosas.
Por otra parte, en el caso de padecimientos condicionados a enfermedades asociadas con la edad, tales como el Parkinson y el Alzheimer, el suceso evidente es la muerte neuronal y la neuroinflamación. En este contexto, la estrategia para el diseño de fármacos y terapias, es conocer el momento preciso en que comienza la muerte neuronal, y en qué punto la neuroinflamación “se descontrola” dañando a las neuronas remanentes.
Con estos ejemplos, se destaca la importancia de conocer el delicado balance entre la proliferación y la muerte celular. Si bien, es vasta la complejidad de estas patologías, los investigadores incrementan sus esfuerzos para saber en qué momento el diseño de fármacos o terapias debe estar enfocado en 1) forzar a las células dañadas a morir, 2) evitar que las células mueran, o 3) modular la proliferación celular.
Ante este panorama, la investigación biomédica requiere de la interacción de distintos enfoques profesionales, para que juntos, como equipo, logremos tratamientos efectivos.
*Instituto de Neuroetología, UV.