El 21 julio de 1969, a las 2:56 (hora UTC), todo México estaba en la Luna. Y no me refiero al hecho de estar distraído y no saber qué estaba pasando. Al contrario, la atención de todo el país estaba centrada en la transmisión, en vivo y en directo, de la esperada llegada del hombre a la luna, la cual venía gestándose desde hacía varios años, con el inicio de la llamada Guerra Fría.
Al terminar la Segunda Guerra Mundial, el mundo quedó dividido en dos bandos muy claros, Estados Unidos y sus naciones aliadas en la Organización del Tratado del Atlántico Norte y la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas o U.R.S.S., con los países de filiación comunista, agrupados en el Pacto de Varsovia.
Una de las facetas más visibles de dicho conflicto, fue la llamada “Carrera Espacial”, la cual comenzó en la década de los 50 y en la cual ambos países trataban de ser los primeros en salir de los confines del planeta y viajar por el universo.
Después de orbitar la Tierra, darle la vuelta a la luna y otros logros obtenidos por uno y otro lado, el pisar el suelo lunar se había vuelto el trofeo más codiciado y el cual, le daría el triunfo en la carrera espacial a quien lo lograra primero.
Por lo que, ese 21 de julio, no era únicamente un avance científico y tecnológico lo que estaba en juego, sino la supremacía del llamado “mundo libre” sobre las oscuras fuerzas del comunismo, que buscaban acabar (o eso nos decían) con la libertad y el “sueño americano” y las bondades del capitalismo en todo el mundo.
¿Y México?
Qué ocurría en México mientras Neil Armstrong y Edwin Buzz Aldrin abordaban el Águila, módulo lunar que, si todo iba bien, los llevaría a aterrizar en la superficie del satélite, mientras que Michael Collins (el que nunca nadie recuerda), permanecía en el Apolo 11.
México era un país que luchaba por abrirse al exterior y a sus influencias, que acababa de organizar unos Juegos Olímpicos que muchos consideraban los más exitosos de la historia, pero que también seguía sangrando por la herida abierta en la masacre estudiantil de Tlatelolco, en la cual el gobierno priista de Gustavo Díaz Ordaz demostró que la supuesta “apertura” y “modernidad” serían aceptables únicamente dentro de los lineamientos marcados por los que tenían el poder.
A pesar de la resistencia de los sectores más conservadores (sí, existieron antes de AMLO), nuestro país cambiaba y, como ocurre en los países centralistas, la capital, la Ciudad de México, era donde más se comenzaban a notar estas tendencias. El año de 1969 fue abundante en este rubro.
Se inauguró el primer Centro Comercial en el Distrito Federal, Plaza Universidad, el cual tenía a Sears como tienda ancla y comenzó el hábito de asistir a los lugares de venta no sólo a comprar, sino también a pasear, a reunirse o simplemente a mirar pasar la vida, como se hace hoy.
Los supermercados también comenzaron a aparecer por varios puntos de la Ciudad, la “Comer” con su pelícano, Sumesa, Gigante, donde no sólo se vendía lo necesario para llenar el refrigerador, sino todo tipo de artículos (necesarios o no) y que, poco a poco, desplazarían a los mercados con sus “marchantes” a los que podía pedírseles pilón y regatearles el precio.
A pesar del blindaje “nacionalista” que trataba de rechazar lo que los adultos percibían como influencias extranjeras que “pervertían” y “degeneraban” a los jóvenes, México no fue ajeno a fenómenos como el movimiento hippie, que tendría su máxima expresión en el festival de Woodstock, llevado a cabo tres semanas después el 18 de agosto.
La construcción de las primeras líneas del Sistema de Transporte Colectivo, el “Metro”, estaba por terminar y se inaugurarían en el mes de septiembre, con Gustavo Díaz Ordaz subiéndose al primer viaje.
El cine mexicano se encontraba en plena producción, con cintas que hoy son ejemplos clásicos de la cultura popular, como Modisto de Señoras con Mauricio Garcés y Zulma Fayad o Santo en el Tesoro de Drácula o Quijote sin Mancha con Cantinflas, mientras que, desde Estados Unidos, nos llegaban Butch Cassidy and the Sundance Kid, The Wild Bunch o Flor de Cactus, entre otras que pasaban la rudísima censura de la Secretaría de Gobernación.
Pero, el medio que realmente puso a México en la luna, el que permitió que miles de hogares en la República fueran testigos presenciales del descenso de Neil Armstrong en el “Mar de la Tranquilidad”, fue la televisión, ese aparato en el que algunos, acertadamente, veían el futuro de la comunicación y otros apodaban “la caja idiota” y la menospreciaban porque nunca se compararía a los libros ni difundiría temas inteligentes.
En retrospectiva, quizá nos encontrábamos ante un caso de molestia porque, en cierta forma, la televisión no distinguía entre “pelados” y “gente bien” y permitía que cualquiera con un televisor fuera parte del fenómeno y que, además, pudiera compartirlo con cuantas personas cupieran en su sala.
La historia de la televisión en México comenzó en 1934 con Guillermo González Camarena y continuó durante las décadas siguientes. Ya para 1969 había varias empresas de TV en todo el país y, a raíz de los Juegos Olímpicos, se había ingresado de lleno a las transmisiones por satélite, por lo que estábamos conectados con todo el mundo.
Y fue así como México fue parte de la que, posiblemente, fue la primera transmisión de un evento no deportivo que unió al mundo frente a una pantalla. La transmisión corrió a cargo de Telesistema Mexicano, en la voz de Jacobo Zabludovsky, con Roberto Kenny como el encargado técnico de toda la operación y la producción en Houston de Salvador Espinosa y Gabino Carrandi se ocupó de estar en Cabo Cañaveral.
Fue todo un éxito y aún hoy puede verse en Internet con solo poner “alunizaje, 1969, Zabludovsky”.
Pero, más allá de ello, sus efectos como los de la luna sobre las mareas, continúan sintiéndose a 50 años de distancia.
Esa noche México dejó de verse únicamente a si mismo y contempló el cielo a través de una pantalla, abriéndose definitivamente al mundo.
“Un pequeño paso para el hombre…”