Apenas empezaba la gestión del nuevo gobierno estatal cuando recibimos a un gran número de auditores, la mayoría de ellos, para cumplir con procedimientos de revisión ordenados por la Auditoría Superior de la Federación (ASF). Cada año, los distintos órganos de control, federales y locales, elaboran un plan de trabajo para revisar todos los aspectos del trabajo de las administraciones públicas, como la legalidad, el cumplimiento de los programas operativos y la correcta aplicación de los recursos públicos, entre otros temas. A veces se realizan auditorías extraordinarias, además de las incluidas en los programas regulares.
Generalmente las dependencias operativas tienen que trabajar mucho para documentar y responder simultáneamente varias auditorías y eso por sí mismo es complicado, ocupa demasiado tiempo y recursos. Sin embargo, también es cierto que una de las cosas que más ofenden a los mexicanos, y creo que con toda razón, es que el análisis de las cuentas públicas suele tardar demasiado, a veces hasta dos años, quizá más.
Y todos estos aparatos de control no siempre dan los resultados deseados: hay quienes están convencidos de que el trabajo de los auditores no es lo suficientemente útil para impedir la corrupción, fundamentalmente por los largos plazos de comprobación, por los recursos legales que en ocasiones se promueven contra las revisiones, y sobre todo por la gran politización de los debates parlamentarios en los que se discuten y –por lo general— acaban aprobándose las cuentas públicas.
La llegada de dinero federal a los estados se regula por las leyes, pero también por convenios específicos anuales y reglas de operación que van cambiando y en los que se establece cómo y quién verificará la adecuada ejecución de los recursos ministrados. En la gran mayoría de los casos, las instancias federales se reservan esos mecanismos de control y supervisión.
Al empezar mi gestión en la Contraloría resultó evidente que esa práctica provocaba mucho desorden; los auditores designados por la Federación llegaban directamente a las dependencias ejecutoras, solían ponerse de acuerdo con sus titulares y éstos comprobaban lo que querían y como querían comprobarlo, no siempre de acuerdo con los procedimientos y las normas de auditoría; algunas áreas sencillamente no se interesaban en absoluto en las comprobaciones.
Hay que recordar que en ese momento se estaban revisando las actividades de 2009, es decir, de la administración anterior, y los jefes de las diferentes áreas lo consideraban un engorro; la cosa sería muy diferente cuando les tocara dar cuenta de sus propios ejercicios, pero mientras tanto, era indispensable cumplir con la ley y sustentar detalladamente todas las respuestas a las investigaciones y requerimientos de los auditores.
Al plantearle esta problemática al Gobernador, éste ordenó que todos los procedimientos de comprobación y sustentación de las auditorías se concentraran de inmediato en la Contraloría General y eso permitió establecer un mecanismo para garantizar que se cumpliera puntualmente y de acuerdo con la ley este conjunto de obligaciones.
Debo advertir que hay dos funcionarios clave en todas las dependencias: los jefes de las áreas administrativas que manejan directamente los recursos y los titulares de los órganos internos de control; los primeros son quienes compran y pagan a los servidores públicos, a los proveedores y de su trabajo depende que las dependencias puedan operar con eficiencia (o no) y cumplir puntualmente sus metas. Los órganos de control pueden supervisar la actuación de las dependencias en el momento mismo en que está ocurriendo, y tienen las facultades y los medios para asegurar la transparencia y la legalidad. Si administrativos y contralores fallan, no pueden esperarse los mejores resultados del trabajo gubernamental.
En la tradición política veracruzana, y creo que de todo México, es común que los jefes máximos –presidentes de la República, gobernadores— impongan a los titulares de cada dependencia a los responsables de la administración; podría pensarse que es una buena práctica para evitar coaliciones indebidas, pero yo no coincido con eso. Muchas veces se producen pugnas por el poder, los subordinados suelen tener sus propias agendas, a veces de plano ignoran a sus jefes directos, y es muy frecuente que se salten tramos de control y la falta de coordinación no hace sino complicar el trabajo de las oficinas públicas. Por otro lado, es difícil pedir cuentas a los responsables de las áreas si ellos no tienen realmente el control. Una cuestión de estilos basada quizá en la tradición romana del “divide y vencerás”, que personalmente me parece muy nociva para el servicio público.
Por esas fechas se hizo público un asunto que generó gran escozor y que hizo que mucha gente volviera sus ojos a Veracruz; algunos auditores detectaron que ciertas dependencias del Gobierno del Estado, en acuerdo con la Secretaría de Finanzas y Planeación, certificaban los saldos de las cuentas bancarias en las que estaban depositados los recursos federales destinados a programas específicos y una vez que esas certificaciones se enviaban a la Federación –cumpliendo con el requisito legal— los fondos se cambiaban de cuentas y se destinaban a actividades distintas para las que estaban rigurosamente etiquetados.
Esto no quiere decir necesariamente que el dinero se usara para fines indebidos. Por ejemplo, desde hace muchos años, en Veracruz los gobiernos locales suelen tomar dinero de otras áreas –por ejemplo de salud y de infraestructura— para pagar los salarios de los más de 120 mil maestros que trabajan en el Estado, y es que el presupuesto para educación es deficitario y no alcanza para pagar los sueldos y prestaciones de los docentes. Aunque sea de buena fe, esta práctica no está permitida por la ley y, de hecho, puede hasta considerarse como peculado.
Esta problemática era realmente grave y muy seguramente fue el inicio de la crisis política, financiera y jurídica que vive Veracruz. De todo ello hablaré la próxima semana.