Gabriel ya estaba muerto pero no se había dado cuenta. Por su afición al silencio y a las penumbras, decía que era un personaje de Los otros, esa sorprendente película de Alejandro Amenábar, que tan bien protagonizó Nicole Kidman.
Le gustaba la cinta por su misterioso argumento —la madre y los hijos esperan al padre que fue a la guerra, cuando en realidad están muertos— pero sobre todo por el Palacio de los Hornillos, en Las Fraguas, España, en donde fue rodada.
Durante muchos años cargó en su memoria los recuerdos de ese viaje que hizo por carretera, con Isabel, su esposa, desde Santander hasta Las Fraguas, en la región de Cantabria. Recordaba a la perfección, la tarde soleada en que terminó de leer El Mundo, de Juan José Millás y cómo, al lado de Isabel, saboreó un tinto Lusía¸ de la bodega Cayo, ahí a la sombra de robles, tejos y secuoyas.
En la soledad de su casa en Xalapa se recreaba con los recuerdos de su primera juventud, convencido de que la memoria sería su única compañera en el atardecer de la vida. “Sólo eso me llevaré, mis vivencias”, solía decir a sus amigos.
II
Un día, Gabriel se dio cuenta que esos tesoros que tanto custodiaba se fueron perdiendo, difuminándose, confundiéndose con su realidad. Junto con la pérdida del apetito, empezó a confundirse con las cosas más elementales.
Cuando se detuvo a reflexionar en lo que estaba pasando, intentó sacar agua del pozo de su memoria y se dio cuenta de que ya estaba seco. Por más esfuerzo que realizó, no pudo exprimir una sola gota de ese vital líquido existencial.
Pensó que quizá se trataba de una mala jugada de la tarde. Ese día se fue a la cama temprano y nunca supo si Isabel le apagó el televisor, lo arropó o le hizo algún comentario de los vecinos que los habían demandado por las constantes fiestas que se realizaban en su casa de la avenida Araucarias.
Luego de que uno de los mejores médicos de la Universidad Veracruzana le leyó el diagnóstico y le dijo cuál iba a ser el proceso de deterioro mental, a Gabriel no le interesó. Asentó con la cabeza y se fue. Sabía que se iba a morir y que no se iba a dar cuenta.
III
Esa tarde, Isabel convocó a los amigos de siempre y organizó otra fiesta, para animar a Gabriel. Los vecinos llamaron a la policía, argumentando exceso de ruido. —Ya los abogados resolverán, dijo sonriendo y alzando una vez más la copa, para brindar por sus amigos.
La fiesta se prolongó hasta la madrugada. Gabriel se fue a recostar a su recámara y como en un sueño, como en una imaginería límbica, se dio cuenta de que Isabel se llevó al chilango a la cama, un egresado de sociología que recientemente había llegado a Xalapa, de cabello rizado y con aires de sabelotodo, quien presumía conocer todas las teorías de las ciencias sociales.
Antes de que el vino y las caricias subieran de nivel, Isabel le habló de sus investigaciones sobre la violencia en contra de las mujeres y sobre sus teorías del cuerpo y las nuevas libertades femeninas. Jorge la escuchó interesado, le sirvió una y otra copa, hasta convencerla de que Gabriel ya estaba dormido y además, mañana no recordará nada, le dijo al oído, mientras la llevaba al cuarto de visitas.
IV
Ese día que Gabriel perdió la memoria también perdió a Isabel. Quizá lo sabía en lo más profundo de su ser, quizá nunca lo supo.
Desgastada por la depresión de Gabriel y los pasos agigantados de su enfermedad, Isabel decidió internarlo. Le pidió a Jorge que la acompañara, a pesar de su negativa. —No te preocupes, si no me reconoce a mí, tampoco te reconoce a ti.
Gabriel estuvo internado dos meses y un día, cansado por el maltrato y en un momento de lucidez se escapó y despertó en Naolinco. Era la víspera de día de muertos y el pueblo estaba vestido de fiesta. De las casas salían catrinas, catrines, calacas y calaveras.
Entró a una casa y le invitaron mole, chiles rellenos, pan de muerto y chocolate. Lo aceptó. Disfrutó de la comida y en lejanos chispazos de la memoria recordó quizá aquel maravilloso viaje a Cantabria y el atardecer de Las Fraguas al lado de Isabel.
Enfadado, con la mirada perdida y sin dar las gracias, salió de esa casa, mientras en la calle el pueblo le cantaba a sus muertos.
En la entrada de un callejón oscuro vio un hilo de flores amarillas de cempasúchil y escuchó al fondo el ladrido de un perro, que se acercó a mordisquearle los pantalones. Era un animal extraño, tipo xoloitzcuintle, con ojos brillantes. Gabriel lo siguió. Ya estaba muerto, pero aún no se había dado cuenta.
Al otro día lo encontraron tirado, acurrucado, entre unos tambos de basura.