Constituirnos como sociedad involucra aceptar que somos distintos. La diversidad no está solo relacionada con las creencias, los gustos, ni los hábitos. Las sociedades requieren, además de ciudadanos que habitan un entorno y se adaptan para sobrevivir, la existencia de individuos con características genéticas y fisiológicas particulares. Esta diversidad es observable en cada etapa del desarrollo humano.
Estas etapas (infancia, juventud, adultez) las vinculamos con la edad. Entendiendo que durante la infancia se mantienen activos los procesos de “maduración” de los órganos y los sistemas del cuerpo, mientras que en la juventud se tiene el más alto rendimiento funcional de esos sistemas, y en la etapa adulta, las habilidades consolidadas facilitan la supervivencia, aunque por causas naturales, el cuerpo se desgaste.
Tener claras estas diferencias funcionales da oportunidad de entender que cada edad tiene fortalezas y debilidades. ¿Somos conscientes de estas para estructurar los roles sociales? ¿Damos mayor participación de ciertas edades en las actividades de la comunidad? ¿Tenemos preferencia de atención por algún grupo de edad particular? ¿Son todos los grupos de edad necesarios para el equilibrio social?
En la actualidad, la sociedad trata de satisfacer las necesidades e intereses de las personas adultas. Este modelo social limita la integración de saberes y habilidades. Las sociedades que buscan garantizar por igual el bienestar y la salud de las infancias, las juventudes y los grupos de edad adulta realmente pueden garantizar una estructura social que permita la transmisión eficaz del conocimiento, y la paz social.
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En este contexto analicemos el rol de las infancias. Alguna vez hemos escuchado a alguien decir: “Tú que vas a saber si eres un niño”, demeritando su conocimiento. Se ha demostrado que los niños actúan en función de cómo calculan sus capacidades. Primero, es importante destacar que el aprendizaje de cada niño o niña depende de su desarrollo cerebral. Segundo, que los infantes aprenden en la escuela y de su entorno.
Esto quiere decir que las infancias que subestiman su conocimiento, estudiarán menos y, por lo tanto, aprenderá menos. Así mismo, la desmotivación impide que asimilen saberes de su entorno. Un error común es suponer que un infante que obtiene excelentes calificaciones será un ciudadano productivo. Si bien, esto es un buen indicador de su memoria, no refleja necesariamente su habilidad para resolver problemas.
Prestar atención a los procesos de enseñanza-aprendizaje de los infantes, sin buscar la genialidad, incentiva el desarrollo de su curiosidad y creatividad. Comencemos a visualizar a los niños y niñas como piezas generacionales claves. Reconociendo que sus preguntas pueden motivar la reflexión. Al final de cuentas, las mentes “frescas”, después de la preparación adecuada, también pueden cambiar al mundo.
*Instituto de Neuroetología, UV.