Mira Teo, a veces es mejor darle la bendición al pasado y sepultarlo en el cajón más oscuro de la memoria, ahí donde no llega la luz de la nostalgia.
Si no recuerdas nada de tu infancia, ni de tus padres, tienes la fortuna de ser un hombre del presente, de estar aquí, disfrutando de la vida ahora, le dijo el viejo cantinero, mientras en un pequeño vaso con hielo le dejaba caer un hilillo dorado de whisky Wild Turkey Bourbon. Old fashioned, como te gusta, le dijo.
Como si de un ritual, previo al Shabat, se tratara, cada viernes, desde hace diez años, Teo pasaba a esta cantina y pedía algunos tragos de Wild Turkey Bourbon, un whisky originario de Kentucky, Estados Unidos, con el que tuvo una fijación luego de que lo vio en una escena de la película “El castigador”, “The Punisher”, allá por el 2005. Las cajas que llegaban a ese bar cada año solo eran para Teodoro Ramos González.
Mientras paladeaba este vital líquido que agudizaba su conciencia, luego de una larga semana de trabajo, desde la rockola se empezaron a escuchar los violines y trompetas, con la inconfundible voz de Vicente Fernández: “Ya me voy para siempre, para nunca volver. El amor que yo quise, no me supo querer. Ya me voy derrotado, me duele el corazón, porque el amor de mi alma, porque el amor de mi alma, solito me dejó…”.
II
Pues no lo sé, Julián. Trato de hacer eso que me dices, pero el pasado me persigue. Salí de ese orfanatorio cuando tenía 16 años, con un acta de nacimiento en donde sólo venía el nombre de mi madre. Entiendo que no tuve padre, pero nunca nadie me dijo qué pasó con ella. Le guardo mucho cariño a ese lugar, pero creo que tengo derecho a saber de ese pasado.
Te entiendo, Teo, pero el pasado es traicionero, yo sé lo que te digo. No le busques, no escarbes, porque te puedes encontrar con cosas desagradables, le dijo, mientras le ponía más hielo y otro chorro de este whisky que solo servían en este bar de la populosa ciudad del sureste mexicano.
Quiero saber la verdad. Solo eso, añadió Teo. La verdad es lo subjetivo, le argumentó, elevando el nivel de la discusión, al citar a Kierkegaard; “la realidad es un estado del alma”, “la felicidad es una ficción”, asentó el cantinero, confesor de parroquianos, con voz dogmática. Vivimos en un mundo de ficciones y nuestro único asidero es este presente, esta conversación, ese vaso de whisky y esa canción de Vicente Fernández, le dijo, para sacarlo ya de su obsesión.
III
En esta búsqueda de su origen, Teodoro llegó un viernes por la tarde con Martha, la mujer que lo había entregado al orfanato de La Cruz. “Nunca pensé que me encontrarías. Han pasado más de 40 años. Sí, yo conocí a tu madre, pero no podía hacerme cargo de ti”, le dijo, tratando de disculparse.
No vengo a buscar culpables de nada, solo quiero saber de mi madre, de mi pasado, de dónde vengo. Te lo pido de favor, te lo ruego. Esta ausencia de pasado me taladra la cabeza todas las noches, cada día de mi vida. Necesito respuestas, le comentó Teo.
Aunque Martha se negó al principio, terminó contándole que su madre era una prostituta que se descuidó y quedó embarazada. Para tratar de sobrevivir empezó a vender droga, además de su cuerpo y un día, en una redada policiaca fue detenida, ligada a un grupo delincuencial y acusada de tráfico de estupefacientes y de varios asesinatos registrados en la zona. El juez la condenó a 17 años de prisión.
Llorando, de pie, mirando el horizonte por una ventana —como si de un cuadro de Edward Hopper se tratara—, Martha le contó a Teo que su madre, Rosalía, se había quitado la vida con la sábana del camastro, colgándose de una ventana de su celda. “Lloré tanto por ella. Se le cerró el mundo. No sabía qué hacer y no soportó el saber que ibas a crecer en la cárcel. La enterraron en una fosa común”, le dijo.
IV
En silencio, con el llanto acurrucado en sus entrañas, Teo bajó las escaleras del descuidado edificio en donde vivía Martha. Caminó a paso apresurado por las calles de esa sucia colonia, escuchando el ladrido de los perros y se metió a un mercado para comprar un ramo de rosas rojas. Tomó un taxi y le pidió que lo llevara a la cárcel de la ciudad. No se atrevió a entrar.
Se quedó parado en el primer perímetro de seguridad y desde ahí lloró, como si fuera un niño de cinco años. No recordaba el rostro de su madre, ni la tibieza de sus brazos, ni el arrullo de su voz, ni la calidez de sus besos, pero de pronto la extrañó. Con su pasado, se había perdido el amor de una madre. Colocó las flores entre los muros fríos y como cada viernes, se refugió en el bar, para pedirle a Julián un Wild Turkey Bourbon.
Al ver sus ojos húmedos, el viejo cantinero le dijo: este es doble y va por la casa. Sabía que ese hombre había encontrado lo que buscaba y que seguramente necesitaría muchos tragos para acallar el dolor del pasado que bramaba desde su interior.