/ domingo 22 de noviembre de 2020

Narración: anciana sufre por la violencia y llora por alcaldesa

En esta entrega Miguel Valera nos describe la historia de una señora de 80 años que sufre por la muerte de una alcaldesa que no conoció

Cuando escuchó en las noticias que habían matado a la alcaldesa de Jolotzingo, Flor del Rosario Damián, doña Juliana se puso a llorar.

Las lágrimas siguieron los surcos de las arrugas que el paso del tiempo marcó en su rostro. No la conocía. No sabía quién era. Quizá por primera vez estaba escuchando su nombre, pero no pudo contener el llanto, como si la hubiera tratado toda la vida. —¿Por qué llora?, preguntó doña Justina, su ama de llaves, mientras sacaba del comal unas tortillas recién hechas, de maíz negro, como le gustan a don Juan, su marido. “Mataron a la alcaldesa”, solloza. “Pero si usted ni la conocía. Ya cálmese, no llore”, le recriminó mientras le ponía el rosario del padre Pío en el canal de María Visión, para distraerla.

Llorosa aún, frente al televisor, doña Juliana empezó a desgranar las cuentas del viejo rosario que había traído de la Villa de Guadalupe y empezó a rezar por sus hijos. —Pudo haber sido uno de ellos, dijo en silencio, en medio de la plegaria que elevaba al cielo. Quizá por eso lloraba, quizá por eso le impactaba un asesinato en el municipio vecino, aunque ella nunca hubiera conocido ni tratado de frente a la señora alcaldesa. Ella pensaba en sus hijos.

II

Sí, doña Juliana no sabía quién era Flor del Rosario Damián ni sabía las historias en las que estaba enredada. Tampoco se enteró de las acusaciones que hizo en su contra el Director de la Policía Municipal, minutos antes de ser ejecutado. —Despepitó todo, de toda la red delincuencial que hay en la región, decían los hombres del pueblo. Eso no lo sabía la señora que con más de 80 años en sus manos, se dedicaba a bordar manteles para regalárselos a sus hijos y familiares cuando la visitaban.

Tampoco se enteró de cómo la policía municipal había sido desmantelada, de cómo se había quitado de la zona la Delegación de la Policía Estatal y de las órdenes de aprehensión que existían en contra de ex funcionarios del gobierno municipal y del esposo, quien ahora era prófugo de la justicia.

Por las noticias supo que la alcaldesa fue bajada de su vehículo y asesinada en uno de los muchos caminos de terracería que abundan en la región y que en los últimos años se han vuelto ruta de escape de maleantes. Era un miércoles, soleado, caluroso.

III

Mientras el rosario avanzaba, doña Juliana elevó una súplica por todas las personas secuestradas, extorsionadas, saqueadas y asesinadas. Las lágrimas siguieron marcando su rostro. En el pueblo todos sabían lo que estaba pasando en los municipios cercanos pero nadie se atrevía a decir nada.

Todos sabían y todos se justificaban. Echar culpas al pasado era la única respuesta, junto con las frases huecas de “acabar con la impunidad”, de “llegar al fondo de los hechos”, de “aplicar la ley y hacer justicia”. Al final nada, mientras los responsables transitaban por la región cometiendo tropelías y dañando la vida y el patrimonio de las familias.

Cuando doña Juliana le contó a uno de sus hijos que lloró ese miércoles, el hijo la miró fijamente y le contestó: “cuando alguien muere, todos morimos un poco”. Ella asentó con la cabeza, quizá sin entender bien a bien lo que el muchacho había querido decir o quizá pensando que se había sacado de la mano la frase, para darle por su lado y cerrar el tema.

IV

Ella sabía que le había dolido esa muerte, como todas las muertes que se estaban registrando en la región, con la complacencia y participación de las autoridades. Sabía que la gente se estaba acostumbrando y que aunque no lo decían, sólo estaban a la espera de quién seguía en la lista. —Quizá tenga razón mi hijo, comentó, quizá la vida de unos esté en la vida y la muerte de todos.

La frase la dijo en voz baja, pero al escucharla pensé en “El huevo” de Andy Weir, ese escritor californiano, que plantea en ese interesante cuento que “todo está en todas las cosas” —como lo dijeran los panteístas en la antigüedad y Sergio Pitol en su obra—.

“Creé este universo para ti. Con cada vida creces, maduras y te conviertes en un intelecto superior”, le dice Dios al personaje del cuento luego de morir. —¿Sólo yo? ¿Qué hay de los demás? —No hay nadie más. En este universo sólo estamos tú y yo. Me miraste sin comprender. —Pero toda la gente en la Tierra. —Todos son tú. Diferentes encarnaciones de ti mismo. —O sea que, ¿yo soy todos? —Ahora lo estás entendiendo. —¿Yo soy cada ser humano que ha vivido? —Y cada ser humano que vivirá. Exactamente…

Cada vez que trataste injustamente a alguien, te lo estabas haciendo a ti mismo. Cada acto de bondad que has realizado, te lo has hecho a ti mismo. Cada momento de felicidad o tristeza experimentado por un ser humano fue, o será, experimentado por ti”. Doña Juliana no escuchó mis cavilaciones. Se enjugó las lágrimas y siguió bordando, porque pronto tendrá que entregar 50 manteles, para una fiesta de 50 años.

Cuando escuchó en las noticias que habían matado a la alcaldesa de Jolotzingo, Flor del Rosario Damián, doña Juliana se puso a llorar.

Las lágrimas siguieron los surcos de las arrugas que el paso del tiempo marcó en su rostro. No la conocía. No sabía quién era. Quizá por primera vez estaba escuchando su nombre, pero no pudo contener el llanto, como si la hubiera tratado toda la vida. —¿Por qué llora?, preguntó doña Justina, su ama de llaves, mientras sacaba del comal unas tortillas recién hechas, de maíz negro, como le gustan a don Juan, su marido. “Mataron a la alcaldesa”, solloza. “Pero si usted ni la conocía. Ya cálmese, no llore”, le recriminó mientras le ponía el rosario del padre Pío en el canal de María Visión, para distraerla.

Llorosa aún, frente al televisor, doña Juliana empezó a desgranar las cuentas del viejo rosario que había traído de la Villa de Guadalupe y empezó a rezar por sus hijos. —Pudo haber sido uno de ellos, dijo en silencio, en medio de la plegaria que elevaba al cielo. Quizá por eso lloraba, quizá por eso le impactaba un asesinato en el municipio vecino, aunque ella nunca hubiera conocido ni tratado de frente a la señora alcaldesa. Ella pensaba en sus hijos.

II

Sí, doña Juliana no sabía quién era Flor del Rosario Damián ni sabía las historias en las que estaba enredada. Tampoco se enteró de las acusaciones que hizo en su contra el Director de la Policía Municipal, minutos antes de ser ejecutado. —Despepitó todo, de toda la red delincuencial que hay en la región, decían los hombres del pueblo. Eso no lo sabía la señora que con más de 80 años en sus manos, se dedicaba a bordar manteles para regalárselos a sus hijos y familiares cuando la visitaban.

Tampoco se enteró de cómo la policía municipal había sido desmantelada, de cómo se había quitado de la zona la Delegación de la Policía Estatal y de las órdenes de aprehensión que existían en contra de ex funcionarios del gobierno municipal y del esposo, quien ahora era prófugo de la justicia.

Por las noticias supo que la alcaldesa fue bajada de su vehículo y asesinada en uno de los muchos caminos de terracería que abundan en la región y que en los últimos años se han vuelto ruta de escape de maleantes. Era un miércoles, soleado, caluroso.

III

Mientras el rosario avanzaba, doña Juliana elevó una súplica por todas las personas secuestradas, extorsionadas, saqueadas y asesinadas. Las lágrimas siguieron marcando su rostro. En el pueblo todos sabían lo que estaba pasando en los municipios cercanos pero nadie se atrevía a decir nada.

Todos sabían y todos se justificaban. Echar culpas al pasado era la única respuesta, junto con las frases huecas de “acabar con la impunidad”, de “llegar al fondo de los hechos”, de “aplicar la ley y hacer justicia”. Al final nada, mientras los responsables transitaban por la región cometiendo tropelías y dañando la vida y el patrimonio de las familias.

Cuando doña Juliana le contó a uno de sus hijos que lloró ese miércoles, el hijo la miró fijamente y le contestó: “cuando alguien muere, todos morimos un poco”. Ella asentó con la cabeza, quizá sin entender bien a bien lo que el muchacho había querido decir o quizá pensando que se había sacado de la mano la frase, para darle por su lado y cerrar el tema.

IV

Ella sabía que le había dolido esa muerte, como todas las muertes que se estaban registrando en la región, con la complacencia y participación de las autoridades. Sabía que la gente se estaba acostumbrando y que aunque no lo decían, sólo estaban a la espera de quién seguía en la lista. —Quizá tenga razón mi hijo, comentó, quizá la vida de unos esté en la vida y la muerte de todos.

La frase la dijo en voz baja, pero al escucharla pensé en “El huevo” de Andy Weir, ese escritor californiano, que plantea en ese interesante cuento que “todo está en todas las cosas” —como lo dijeran los panteístas en la antigüedad y Sergio Pitol en su obra—.

“Creé este universo para ti. Con cada vida creces, maduras y te conviertes en un intelecto superior”, le dice Dios al personaje del cuento luego de morir. —¿Sólo yo? ¿Qué hay de los demás? —No hay nadie más. En este universo sólo estamos tú y yo. Me miraste sin comprender. —Pero toda la gente en la Tierra. —Todos son tú. Diferentes encarnaciones de ti mismo. —O sea que, ¿yo soy todos? —Ahora lo estás entendiendo. —¿Yo soy cada ser humano que ha vivido? —Y cada ser humano que vivirá. Exactamente…

Cada vez que trataste injustamente a alguien, te lo estabas haciendo a ti mismo. Cada acto de bondad que has realizado, te lo has hecho a ti mismo. Cada momento de felicidad o tristeza experimentado por un ser humano fue, o será, experimentado por ti”. Doña Juliana no escuchó mis cavilaciones. Se enjugó las lágrimas y siguió bordando, porque pronto tendrá que entregar 50 manteles, para una fiesta de 50 años.

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