/ lunes 15 de agosto de 2022

El gato negro que murió por una creencia religiosa: Relato

En esta entrega Miguel Valera nos cuenta sobre su convivencia con un gato negro cuando era niño

Era apenas un niño cuando dos de mis hermanos mayores se casaron. Uno con todos los honores, por el rito de la iglesia católica y el otro por el simple consentimiento mutuo, sin ritual ni fiesta. Llegaron a vivir a la casa paterna, en el mismo cuarto, dividido apenas por una cortina. Todo iba bien hasta que un gato negro llegó a meterse debajo de la cama de los “amancebados”.

La duda de lo que significaría esa palabra la aclaré muchísimos años después, cuando en un viejo diccionario leí que significaba “trato ilícito y habitual de hombre y mujer”. Para mí, en esa época, no veía nada ilícito en la felicidad de esa joven pareja.

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Algunas veces, siendo un niño y en el umbral de la adolescencia, me quedaba hasta tarde viendo televisión junto a una ventana que el gato negro utilizaba para meterse a la casa. No niego que de pronto sus ojos brillantes, al contraste de la luz del televisor, me espantaban. En un pueblo donde abundaban los animales domésticos, para mí era irrelevante de quién era ese “gato negro” o por qué se metía a la casa.

¿Por qué comenzaron a perseguir hasta matar al gato negro?

Un día alguien dijo que se trataba del “diablo”, porque llegaba justo a meterse debajo de la cama en donde dormían los “amancebados”; la pareja que no se había casado con todos los rituales de la iglesia católica y el debido pachangón. Ese día, cuando el sol acarició los árboles de mango petacón del jardín y las limonarias, ya uno de mis hermanos estaba en la puerta de la casa con una escopeta corta que no sé de dónde la había sacado.

Perseguimos al gato por todos los rincones de la casa, por el jardín, en los arriates de bolsas negras en donde mi padre sembraba arbolitos de limón y mango, por el gallinero y por el interior de la casa de nuevo hasta que uno de mis hermanos lo atrapó, lo envolvió en una camiseta vieja y le disparó. Todavía recuerdo las gotas de sangre que se desprendieron del costalillo de yute. Y así, sin más, corrió al canal de riego y lanzó la bolsa con el gato muerto.

Durante muchos años me persiguió la idea de la maldad de los gatos, de si era posible que “el maligno” tomara forma de felino para acosar o influir en los seres humanos. Llegué a creer, como muchos injustamente, que el Papa Gregorio IX había condenado y perseguido a los gatos en la Bula “Vox In Rama”, hasta que un amigo latinista me leyó, de pies a cabeza el documento en donde el pontífice en realidad se refiere a un rito satánico en donde se utilizaban a estos animalitos.

Se llegó a decir que en la Edad Media la peste bubónica se había extendido en Europa porque los católicos habían matado a todos los gatos.

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Este amigo erudito me explicó que el Papa redactó el Decreto a sugerencia del inquisidor alemán Konrad von Marburg, quien le informó que en ciertos ritos satánicos se adoraba una estatua en forma de gato, como hacían los egipcios. —Ya puedes quitarte de la cabeza esa idea de los gatos negros, me dijo, mientras salíamos de su cubículo de Humanidades. Mejor vamos al “gato negro” que está aquí en Ruiz Cortines, enfatizó. La noche es joven, como nosotros, me insistió.

Era apenas un niño cuando dos de mis hermanos mayores se casaron. Uno con todos los honores, por el rito de la iglesia católica y el otro por el simple consentimiento mutuo, sin ritual ni fiesta. Llegaron a vivir a la casa paterna, en el mismo cuarto, dividido apenas por una cortina. Todo iba bien hasta que un gato negro llegó a meterse debajo de la cama de los “amancebados”.

La duda de lo que significaría esa palabra la aclaré muchísimos años después, cuando en un viejo diccionario leí que significaba “trato ilícito y habitual de hombre y mujer”. Para mí, en esa época, no veía nada ilícito en la felicidad de esa joven pareja.

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¿Por qué comenzaron a perseguir hasta matar al gato negro?

Un día alguien dijo que se trataba del “diablo”, porque llegaba justo a meterse debajo de la cama en donde dormían los “amancebados”; la pareja que no se había casado con todos los rituales de la iglesia católica y el debido pachangón. Ese día, cuando el sol acarició los árboles de mango petacón del jardín y las limonarias, ya uno de mis hermanos estaba en la puerta de la casa con una escopeta corta que no sé de dónde la había sacado.

Perseguimos al gato por todos los rincones de la casa, por el jardín, en los arriates de bolsas negras en donde mi padre sembraba arbolitos de limón y mango, por el gallinero y por el interior de la casa de nuevo hasta que uno de mis hermanos lo atrapó, lo envolvió en una camiseta vieja y le disparó. Todavía recuerdo las gotas de sangre que se desprendieron del costalillo de yute. Y así, sin más, corrió al canal de riego y lanzó la bolsa con el gato muerto.

Durante muchos años me persiguió la idea de la maldad de los gatos, de si era posible que “el maligno” tomara forma de felino para acosar o influir en los seres humanos. Llegué a creer, como muchos injustamente, que el Papa Gregorio IX había condenado y perseguido a los gatos en la Bula “Vox In Rama”, hasta que un amigo latinista me leyó, de pies a cabeza el documento en donde el pontífice en realidad se refiere a un rito satánico en donde se utilizaban a estos animalitos.

Se llegó a decir que en la Edad Media la peste bubónica se había extendido en Europa porque los católicos habían matado a todos los gatos.

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