De verdad, compadre, por diosito, ese día algo se le metió al Juanjo. No sabría cómo explicarte, pero fue algo que salió de la voz de esa señora y de la mirada de ese niño.
Viajamos al sur por la carretera 180 y en Cárdenas, tomamos la 187. Llevábamos una carga importante y yo iba detrás de él, bien pegado, cuidándonos, para que no nos fueran a sorprender los rateros, ya sabes cómo están esas carreteras.
En Comalcalco vi que Juanjo se detuvo. Le puse las luces para que siguiera, porque ya le había dicho que no se parara por nada del mundo. Seguimos avanzando y en Paraíso volvió a detenerse. Le volví a poner las luces y de pronto lo vi avanzar muy rápido, como desesperado.
Cuando llegamos al paradero seguro, para comer, descansar y bañarnos, lo vi pálido, blanco, como si la sangre se le hubiera ido del cuerpo. —¿Qué madres te pasa Juanjo? ¿Qué tienes? Le pedí a doña Concha un aguardiente y le conseguí unos limones. —Trágate esto de un madrazo, le dije, para que te vuelva a circular la sangre.
II
Cuando se tranquilizó y empezó a comerse unas mojarras fritas que doña Concha nos preparó, con frijoles y tortillas a mano, recién hechas, me contó que una señora lo detuvo en Comalcalco. —Yo no quería pararme, Beni, porque así habíamos acordado, pero sentí algo en mi pie que me hizo apretar el freno. Además, era la entrada del panteón de esa ciudad. Fue algo muy raro. La señora llevaba un niño en brazos, se subió y empezó a platicar conmigo.
Su charla, siguió Juanjo, era normal, sobre su vida, sobre su trabajo, sobre las costumbres de la zona, ya sabes. Lo raro, lo que me erizó la piel, Beni, fue la mirada del niño, que no tenía cara de niño, sino de adulto. ¿Qué es esto pensé? Y por más que trataba de concentrarme en la carretera, esa cosa no me quitaba los ojos de encima.
La señora era guapa, pero la penetrante mirada del niño me dio miedo. Cuando íbamos a llegar a Paraíso, me dijo que ahí se bajaba. Me detuve. Entonces se me acercó y me dio un beso en la boca. Fue una locura. La señora estaba guapa, de verdad, pero jamás me imaginé que me besara. Sentí sus labios fríos, secos, pero una rara excitación recorrió mi cuerpo. En el escalón del camión, mientras el niño con cara de adulto no dejaba de mirarme, me dijo: tu carro está fallando, revísalo. La vi bajar y noté que era el panteón de Paraíso.
Entonces sentí que algo se apoderó de mi camión, porque ya no era yo el que lo controlaba. Mira, Beni, me tiemblan las manos al contarte esto.
III
Entregamos la carga y regresamos a Veracruz, compadre, y durante todo el camino, Juanjo no paraba de llamarme por radio. —Algo le pasa a mi camión, Beni. Algo le pasa. No me obedece la dirección. Ayúdame.
Nos paramos, en un tramo muy solitario de la 180 y revisé la dirección. —No tiene nada Juanjo. Ya deja de pensar en chingaderas, ya concéntrate, nos van a robar los carros si seguimos parándonos.
Avanzamos y más adelante, al terminar la sierra de Los Tuxtlas, antes de llegar a Cabada y Lerdo, me volvió a marcar. —Algo le pasa a mis luces, Beni. Están mal. No veo la carretera. Nos detuvimos y en efecto vi cómo las luces de su camión estaban cruzadas. Con miedo de que nos asaltaran, saqué un desarmador y rápido corregí las luces. —Vámonos Juanjo, vámonos, dale sin parar.
IV
Desde ese día algo cambió en la vida de Juanjo. Algo se le metió. Yo no sé qué fue ni cómo explicarlo, pero ya no fue el mismo. El miedo se apoderó de su mente y empezó a controlarlo.
A todos empezó a contarles cómo su camión se detuvo en el panteón de Comalcalco, Tabasco y una señora guapa, con un niño que tenía rostro de adulto se subió y le pidió que la llevara al panteón de Paraíso.
—Ese beso me persigue, decía. Fue algo impresionante, que me congeló la sangre pero al mismo tiempo me excitó. No puedo olvidarlo y aquí lo traigo clavado en el pensamiento, decía.
Juanjo terminó dejando ese “camión maldito” que ya no le obedecía y que en varias ocasiones puso en riesgo su vida.
Un día amaneció trabado del cuerpo, sin poder moverse. Su familia lo encontró en la cama con la mirada perdida y la boca llena de saliva.
Los doctores dijeron que era una “apoplejía”, un síndrome neurológico de brusca aparición, debido a una embolia o trombosis.
Yo, la verdad, compadre, creo que fue esa señora y ese niño con cara de adulto que llevó del panteón de Comalcalco al panteón de Paraíso.