Cuando Jonás despertó no estaba delante de Nínive, la gran ciudad, ni viajaba dentro de una ballena, con el agua cubriéndole el alma o las algas rodeando su cuello.
Una joven azafata le tocó el hombro para pedirle que acomodara su asiento y ajustara su cinturón de seguridad, porque estaban por llegar al aeropuerto internacional John F. Kennedy.
Desde la ventana del Boeing 767 que abordó en la Ciudad de México, Jonás vio la grandeza de la Babel de acero y sintió miedo y angustia, aunque en el fondo sentía una gran alegría. Nunca se imaginó que el hijo de dos campesinos de un extraviado pueblito de la huasteca veracruzana, llegaría algún día a esta gran manzana del mundo moderno.
Cuando el avión tocó tierra, el corazón le latía a máxima velocidad. Andrés, su acompañante, quien le ayudó a tramitar la visa de la Unión Americana y le había ofrecido acomodarlo en un buen “jale”, le había hablado de esta ciudad como de la tierra prometida, un lugar de donde manaba leche y miel, y el dinero caía como manzanas de los árboles.
Cuando pasó la garita de seguridad y empezó a caminar con sus dos maletas rumbo a la salida, vio tirado un billete de cinco dólares debajo de una casetita de teléfono. Iba a recogerlo y Andrés le dijo: no, no, déjalo, allá vamos a encontrar de 20 y 50 dólares. Jonás sabía que esta aventura laboral lo llevaría a salir de la pobreza ancestral que su familia había vivido por generaciones.
II
Durante los primeros días, Andrés llevó a Jonás por la gran ciudad de Nueva York. En un barco, recorrieron el río Hudson y se montaron en la estatua de la Libertad. Subió en un elevador los 102 pisos del Empire State y desde ahí, en el corazón de Manhattan, reflexionó en la grandeza del ser humano.
De la Quinta Avenida y West 34th Street se trasladaron al centro financiero y subieron los 110 pisos de las Torres Gemelas —jamás se imaginaron que un día caerían— y una tarde fresca se perdieron en Harlem y terminaron rodeados por pandilleros de color, quienes prácticamente los corrieron de la zona.
Con muchos sueños y ganas de trabajar, Jonás se contrató primero con un handyman judío que traía a un poblano de jefe de personal y con él recorrió casas de Manhattan donde vio con asombro que la gente no regalaba ni un vaso de agua.
Trabajó en una panadería y en una pizzería y siempre se encontró con el problema de que los gringos, empleados o jefes, no querían llamarlo por su nombre. “Hey tú, ven acá”. “México, haz esto”. “Tú, haz aquello”. Jonás aprendió rápido algunas palabras en inglés y los corregía. “My name is Jonás”, “Jonah in english”, “call me Jonás”. “Hey, i’m Jonás”.
—“John”, le dijo un día un gringo. “No, no, Jonás, Jonás, it’s easy man”, contestó un tanto molesto.
Ese día se rieron de él y le llamaron: “John Do”. Jonás aguantó la broma porque no entendió, hasta qué Andrés le explicó que “John Do”, para los gringos, es como decir “fulano o zutano” o “sin nombre”, “No name”, dicen los gabachos, le explicó.
Por supuesto que no le gustó. Tanto a Andrés como a Jonás les importaba el nombre. En su pueblo, aunque sólo eran 2 mil habitantes, ellos eran Andrés y Jonás, uno el hijo de don Zebedeo y otro de don Santiago y ambos eran reconocidos por su dedicación y empeño. La gente los saludaba y desde niños les llamaban por su nombre y tenían un lugar en su comunidad. No iban a permitir que aquí les llamaran con un “oye tú”.
III
En el año de la gran pandemia del Covid-19, Jonás sintió miedo. Escuchó que los migrantes eran los más vulnerables y quienes más se estaban muriendo. Habló con su familia en Veracruz. Les dijo que tenía miedo, pero que se cuidaría, que no se preocuparan, que éste sería el último año de trabajo, para regresar a cuidarlos y a cultivar la tierra.
Un día empezó a sentirse mal y acudió a consulta al hospital más cercano. Ya no dejaron que se fuera. Le quitaron sus cosas, lo metieron a una cama y cuando empezó con dificultades para respirar, lo intubaron. Con lágrimas, Jonás quiso preguntar de la gravedad de su enfermedad. Con la mirada, pidió que le pasaran su teléfono, para llamar a sus padres, a sus amigos. Nadie lo escuchó.
Antes de perder la conciencia y de que llegara la oscuridad, como si de las fauces de una ballena se tratara, Jonás pensó en el solar de sus padres, tecnificado con el dinero que les había enviado, en la empacadora que sus hermanos administraban y en la casa que habían construido para cuando él regresara. Sus recuerdos se perdieron con la oscuridad.
En la inconsciencia del último viaje, Jonás no supo que de la cama a la morgue, sus documentos de identidad se habían perdido y que frente al paroxismo sanitario del hospital, a un acomedido asistente se le hizo fácil ponerle una etiqueta con el nombre de “John Do” en el dedo gordo del pie derecho, subiéndolo al camión que lo trasladaría al cementerio público de la ciudad, en la isla de Hart. Ahí quedaría su cuerpo, para la eternidad, en una fosa común, como un desconocido.