/ domingo 2 de enero de 2022

La vida está hecha de aire

En esta entrega Miguel Valera nos cuenta sobre Julián releía en su estudio El tiempo envejece deprisa, de Antonio Tabucchi

Esa tarde, mientras la familia se apresuraba a aderezar el pavo con una salsa de arándano y enfriaba las botellas de Martinelli's, esa sidra espumosa calificada con medalla de oro —Gold Medal Sparkling Cider, se leía en la etiqueta—, Julián releía en su estudio El tiempo envejece deprisa, de Antonio Tabucchi. Lo había leído por primera vez sobre el Atlántico, en el vuelo 440 México-Madrid, el 26 de enero de 2013.

La nostalgia —eso que los griegos llamaban el dolor por lo lejano— se le vino de sopetón a la cabeza. Sin duda había sido un año difícil y se consideraba dichoso porque había sobrevivido. No al vuelo de ese viaje maravilloso a Madrid sino al segundo año de la gran pandemia del COVID-19 que aún tenía sumido al mundo entre temor y temblor, como dijera el viejo Søren Kierkegaard.

Él había padecido en carne propia el virus. Aunque se había contagiado, salió adelante, pero en los meses posteriores a la recuperación, un coágulo le causó un infarto cerebral que, aunque había sido leve, lo puso en el umbral de una posible incapacidad visual que lo habría disminuido severamente. “Hubiera preferido la muerte, porque no tengo miedo de ella”, solía decirles a sus amigos.

II

Entre las páginas del libro encontró un papel-servilleta publicitario del “Museo del Jamón” y recordó las tortas de jamón serrano que probó en la Carrera de San Jerónimo 6, al lado de sus compañeros de viaje. Los recuerdos se le vinieron encima de sopetón. Los sabores, los olores, las caminatas por las calles de Madrid y las botellas de vino que inundaron su vida en esos días.

Y justo ahí, donde reposaba esa servilleta, viendo pasar los años, releyó un texto marcado que le había llamado la atención en aquel vuelo. Un viajero se encuentra con una Rosa de los vientos y escoge el “Mediodía”. “Nunca había dejado de buscar el Mediodía durante toda su vida, y ahora que había llegado a esa ciudad del sur le parecía justo proseguir en la misma dirección. Sin embargo, por dentro, sentía una brisa de tramontana”, decía Tabucchi, para referirse al viento de más allá de la montaña, frío y turbulento, que viene del noreste o norte.

Pensó en los vientos de la vida, porque hay vientos que acompañan la vida: el céfiro suave, el viento cálido de la juventud que más tarde el maestral se encarga de refrescar, ciertos ábregos, el siroco que te abate, el viento gélido de tramontana. Aire, pensó, la vida está hecha de aire, un soplo y ya está, y por lo demás tampoco nosotros dejamos de ser soplo, aliento, nada más; después, un día, la máquina se detiene y el aliento se termina”.

Te puede interesar: Relato: milagro en un ADO; asaltaron, pero a René...

III

Rumiando de nuevo ese texto, mientras a su estudio llegaba el olor a pavo sazonado con salsa de arándano, Julián abrió su vieja Moleskine y escribió un poema de un tirón:

Viento que toca la cara

viento que sustenta vida

ruta de entrada y salida

ánima, luz del Sahara.

Aire que alegra el desierto,

aire, lumen, bocanada,

hálito quieto en el yerto,

un gran salto hacia la nada.

Céfiro, voz de juventud,

maestral que refresca luego,

es la vida sólo un juego

en tramontana y altitud.

IV

Julián se sintió reconfortado. ¿Qué nos mantiene vivos?, pensó. ¿Qué sentido tiene el aire en nuestros pulmones, en la oxigenación de nuestra mente, en las ideas que genera el pensamiento? En el aire liviano, frágil, esencial, está la vida. Si un día falta dejamos la existencia. La vida está hecha de aire, como dice Tabucchi. Un día, simplemente, dejaremos de respirar.

Así, con esas reflexiones, Julián respiró profundo, hondo. Sintió cómo la bocanada inundó sus pulmones y su cerebro. Cerró el libro, su libreta y bajó a disfrutar la vida, a probar el pavo con salsa de arándanos y a brindar con Martinelli's, esa sidra espumosa calificada con medalla de oro.

Cuando el reloj marcó las doce de la noche y los cohetes empezaron a tronar por doquier, Julián abrazó a su perro, quien asustado se refugió a sus pies. Pensó en la vida, en la muerte y en las oportunidades. Sabía que mañana despertaría y podría empezar de nuevo. Levantó la copa y dijo ¡salud!, pensando como Tabucchi que la vida está hecha de aire y que el tiempo envejece de prisa.

Esa tarde, mientras la familia se apresuraba a aderezar el pavo con una salsa de arándano y enfriaba las botellas de Martinelli's, esa sidra espumosa calificada con medalla de oro —Gold Medal Sparkling Cider, se leía en la etiqueta—, Julián releía en su estudio El tiempo envejece deprisa, de Antonio Tabucchi. Lo había leído por primera vez sobre el Atlántico, en el vuelo 440 México-Madrid, el 26 de enero de 2013.

La nostalgia —eso que los griegos llamaban el dolor por lo lejano— se le vino de sopetón a la cabeza. Sin duda había sido un año difícil y se consideraba dichoso porque había sobrevivido. No al vuelo de ese viaje maravilloso a Madrid sino al segundo año de la gran pandemia del COVID-19 que aún tenía sumido al mundo entre temor y temblor, como dijera el viejo Søren Kierkegaard.

Él había padecido en carne propia el virus. Aunque se había contagiado, salió adelante, pero en los meses posteriores a la recuperación, un coágulo le causó un infarto cerebral que, aunque había sido leve, lo puso en el umbral de una posible incapacidad visual que lo habría disminuido severamente. “Hubiera preferido la muerte, porque no tengo miedo de ella”, solía decirles a sus amigos.

II

Entre las páginas del libro encontró un papel-servilleta publicitario del “Museo del Jamón” y recordó las tortas de jamón serrano que probó en la Carrera de San Jerónimo 6, al lado de sus compañeros de viaje. Los recuerdos se le vinieron encima de sopetón. Los sabores, los olores, las caminatas por las calles de Madrid y las botellas de vino que inundaron su vida en esos días.

Y justo ahí, donde reposaba esa servilleta, viendo pasar los años, releyó un texto marcado que le había llamado la atención en aquel vuelo. Un viajero se encuentra con una Rosa de los vientos y escoge el “Mediodía”. “Nunca había dejado de buscar el Mediodía durante toda su vida, y ahora que había llegado a esa ciudad del sur le parecía justo proseguir en la misma dirección. Sin embargo, por dentro, sentía una brisa de tramontana”, decía Tabucchi, para referirse al viento de más allá de la montaña, frío y turbulento, que viene del noreste o norte.

Pensó en los vientos de la vida, porque hay vientos que acompañan la vida: el céfiro suave, el viento cálido de la juventud que más tarde el maestral se encarga de refrescar, ciertos ábregos, el siroco que te abate, el viento gélido de tramontana. Aire, pensó, la vida está hecha de aire, un soplo y ya está, y por lo demás tampoco nosotros dejamos de ser soplo, aliento, nada más; después, un día, la máquina se detiene y el aliento se termina”.

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III

Rumiando de nuevo ese texto, mientras a su estudio llegaba el olor a pavo sazonado con salsa de arándano, Julián abrió su vieja Moleskine y escribió un poema de un tirón:

Viento que toca la cara

viento que sustenta vida

ruta de entrada y salida

ánima, luz del Sahara.

Aire que alegra el desierto,

aire, lumen, bocanada,

hálito quieto en el yerto,

un gran salto hacia la nada.

Céfiro, voz de juventud,

maestral que refresca luego,

es la vida sólo un juego

en tramontana y altitud.

IV

Julián se sintió reconfortado. ¿Qué nos mantiene vivos?, pensó. ¿Qué sentido tiene el aire en nuestros pulmones, en la oxigenación de nuestra mente, en las ideas que genera el pensamiento? En el aire liviano, frágil, esencial, está la vida. Si un día falta dejamos la existencia. La vida está hecha de aire, como dice Tabucchi. Un día, simplemente, dejaremos de respirar.

Así, con esas reflexiones, Julián respiró profundo, hondo. Sintió cómo la bocanada inundó sus pulmones y su cerebro. Cerró el libro, su libreta y bajó a disfrutar la vida, a probar el pavo con salsa de arándanos y a brindar con Martinelli's, esa sidra espumosa calificada con medalla de oro.

Cuando el reloj marcó las doce de la noche y los cohetes empezaron a tronar por doquier, Julián abrazó a su perro, quien asustado se refugió a sus pies. Pensó en la vida, en la muerte y en las oportunidades. Sabía que mañana despertaría y podría empezar de nuevo. Levantó la copa y dijo ¡salud!, pensando como Tabucchi que la vida está hecha de aire y que el tiempo envejece de prisa.

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