La conocí en el verano de 1999, dos años antes de que las torres gemelas de Nueva York fueran derribadas por presuntos terroristas. Era la única mujer trabajadora en Woodbourne, un pueblito que judíos ortodoxos utilizaban para descansar en el Condado de Sullivan, en ese gran estado norteamericano colindante con Canadá.
La vi en la pizzería de Rajaim, un judío iraní que me había contratado por 225 dólares a la semana para limpiar mesas y lavar platos. Llegó una tarde de miércoles. A media mañana, me dijo, me había visto enviando un fax para un periódico en el que colaboraba en esa época y para sacar conversación, mientras pedía una pizza de mushrooms, me preguntó mi nombre y mi país.
Joven en esa época, pero con el peso de la soledad sobre mis hombros, me sorprendió escucharla, como me asombraban las miradas de las chicas judías, guapísimas, que, de vez en vez, mientras servía “slice of pizza”, me sonreían con una manifiesta coquetería que me confundía, sabedor de las estrictas normas de la ortodoxia que les regía.
Cómo inició nuestra charla
—Te vi enviando una carta por fax, me dijo María Elena. —Ah, sí, contesté, no era carta, era un texto sobre la muerte de John F. Kennedy Junior, “John John”, ya vez que recién falleció en el avión que piloteaba, junto con su esposa Carolyn Bessette y su cuñada Lauren. Yo andaba ese día por el barrio TriBeCa, donde vivía y mi jalador, un handyman judío me dijo: “ahí vive uno de los Kennedy”, sin imaginar que ese día se estrellaría su avioneta.
Así comenzó nuestra charla. Me contó que era nicaragüense y me preguntó si había oído hablar de “Tachito”, Anastasio Somoza Debayle. Le contesté que sí y me dijo que era de su familia. No le tomé mucha importancia a ese dato, porque de pronto, como cubeta de agua fría me lanzó: “no quiero nada contigo, no vayas a mal interpretar esta plática”. Me sorprendió el comentario, pero seguí la conversación.
Entendí enseguida, porque mujer y joven, sola en una comunidad de migrantes, había sufrido el acoso sexual aquí, allá y acullá. Quizá estaba cansada, pero también, era consciente de que el migrante sólo tenía tres salidas para sortear la soledad: el alcohol, las drogas y el sexo. Lo entendí algunas semanas después cuando otro amigo me llevó a conocer una “casa de citas” y me detuve a ver el rostro de cansancio, hastío y desesperanza de quienes habían abandonado sus raíces, su casa, su familia, sus amigos, todo, por seguir la ruta del sueño americano. Y ahí, en la fugacidad de la fogosidad, buscaban consuelo y salida.
La invite a cenar
Recordé entonces El extranjero, ese maravilloso libro de Albert Camus en donde un personaje sin nombre propio, con sensaciones primarias, como lo era Meursault, se desarrolla en la periferia de la existencia. ¿Cómo sobrevivir al autoexilio, a la soledad de la existencia?, me preguntaba, mientras María Elena me contaba su vida e historia. Ese viernes, cuando se abrió el shabat, le dije que le invitaba a cenar en la casa que compartía con 10 migrantes poblanos. Habíamos preparado pollo y yo tenía una botella de jugo de uva kosher. Todos quisieron llevársela a la cama. Ella sonreía y esquivaba las directas. Sabía de la tremenda soledad de esa barraca de migrantes mexicanos.
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