/ domingo 22 de diciembre de 2019

Los perros ladran porque ven la muerte...¡y ladraron por mi!

En esta entrega, Miguel Valera nos hace reflexionar sobre si la muerte es el precio a pagar por la maravillosa experiencia de la vida

No sabía que ladraban por mí los perros. —“Ladran por la muerte”, me dijo seria, mientras me servía un vaso de Coca-Cola y un pedazo de pizza de peperoni que habíamos comprado en La Chipola, ahí donde nace Mártires 28 de agosto, en Xalapa.

Sí, eso decía mi abuela. Ellos ven a la muerte, cuando camina sigilosa en alguna calle, cargando en su guadaña, el destino de algún cristiano”, añadió. —“Alguien morirá cerca de aquí”, predijo. “Lo anuncian los perros”.

La escuché como se escucha desde el limbo, en la lejanía, desde un pozo profundo, indefinido, como si de un hoyo negro, cósmico, se tratara. En efecto, el ladrido de los perros irrumpió en la noche, como un grito de auxilio. Fue algo raro para la quietud de la noche.

Desde la terraza podíamos ver las estrellas y sentir el frío del sereno. No le hice caso y cambiamos de tema. Hablamos de las vivencias y de la mirada de un presidiario con quien recientemente ella se había topado, por una visita fortuita, de trabajo, al penal de Pacho Viejo.

—“Tiene la mirada triste, angustiada. Mira que yo conozco las miradas. No era nostalgia, porque nostalgia es sentir dolor por lo lejano”, me aclaró, esgrimiendo la definición griega. —“No, era una mirada de angustia, de tristeza. Ya ves, tuvo todo y ahora, preso, sin poder disfrutar nada de lo que tiene”. La escuché con atención. Le pedí detalles de la cárcel y como si hubiera sido la arquitecta del proyecto, me dibujó en una hoja los espacios y me explicó cómo se ingresaba y quién estaba en cada lugar.

Me quedé pensando en la mirada de ese personaje que me refirió y no puedo negar que me dio cierta lástima y tristeza, pero también reparé en todo el daño que causó y me dio coraje. “Quizá se lo merece”, me dije a mí mismo. Esa noche no prendimos el televisor. Comimos, escuchando en la lejanía el ladrido de los perros. Ella, quizá, se preguntaba quién moriría.

Yo en cambio, pensaba en la vida, en el aire que llegaba hasta la terraza, en las estrellas que podían admirar mis ojos. La mirada, reflexioné, nos hace existir. Por la mirada somos. Quienes no la tienen, ven por los oídos, las manos, el olfato, la imaginación, pero todo se traduce en una experiencia visual, porque así es la conciencia, creo. El viento gélido de la noche nos obligó a acurrucarnos. Nos acercamos una frazada primero, luego unos besos, nuestras manos y nuestros cuerpos. Hicimos el amor en el sofá y dejamos de preocuparnos de aullidos de perros y de la muerte. Al final, pensé, es ella, la muerte, el precio a pagar por esta maravillosa experiencia de la vida.

No supe más. Me quedé dormido en sus brazos, en la inconsciencia, en la antesala de la nada. Me despertó la sirena de una ambulancia y el ir y venir de paramédicos que entraban y salían de mi casa. —¡No, no, no! No puede ser dije. ¿Qué pasó? No puede ser. No puedo creer. ¿Los perros anunciaban la muerte en mi propia casa?

Corrí de la terraza a la sala, al comedor, a los pasillos. Veía los rostros de los paramédicos y de las enfermeras. Intentaba hablarles y nadie me respondía. No me veían, no me hacían caso, se pasaban de largo como si fuera un fantasma. Entonces me acerqué a la recámara y un dolor se acentuó en mi pecho. Lloré. ¡No, ella no!, grité. Nadie pareció escucharme. Todos seguían caminando, apresurados, cumpliendo el protocolo de salvar vidas. Me dio miedo. No me atrevía a asomarme a nuestra recámara y verla ahí herida o inerte.

¡Carajo!, grité. ¡Deténganse!, ¡Aquí es mi casa!, ¡No pueden entrar y salir así como así! Me armé de valor y entré. La vi llorando y me tranquilicé. Ah, ella está bien, menos mal, no pasó nada. Pero ¿por qué llora? ¿Qué está pasando? No podía comprender.

Me acerqué para abrazarla y no pude. Me quedé pasmado al ver mi propio cuerpo, tirado en la cama y escuchar a un paramédico decir: “lo sentimos mucho, señora, hicimos todo lo que estuvo en nuestras manos”. Lloró con profunda tristeza y yo también lloré, pero de mi cuerpo no salían lágrimas, no salía nada, la vida se había escapado.

Entonces corrí, angustiado, triste, adolorido, con ese dolor en el pecho que había sentido desde hace varias semanas. En mi carrera llegué hasta donde el aullido de los perros y entonces me di cuenta de que los perros ladraban por mí.

Sí, esa noche, su grito escalofriante era por mí, el anuncio de mi propia muerte. Me fui con ellos, corriendo, en la oscuridad de la noche y nunca volví a saber nada de nada.

No sabía que ladraban por mí los perros. —“Ladran por la muerte”, me dijo seria, mientras me servía un vaso de Coca-Cola y un pedazo de pizza de peperoni que habíamos comprado en La Chipola, ahí donde nace Mártires 28 de agosto, en Xalapa.

Sí, eso decía mi abuela. Ellos ven a la muerte, cuando camina sigilosa en alguna calle, cargando en su guadaña, el destino de algún cristiano”, añadió. —“Alguien morirá cerca de aquí”, predijo. “Lo anuncian los perros”.

La escuché como se escucha desde el limbo, en la lejanía, desde un pozo profundo, indefinido, como si de un hoyo negro, cósmico, se tratara. En efecto, el ladrido de los perros irrumpió en la noche, como un grito de auxilio. Fue algo raro para la quietud de la noche.

Desde la terraza podíamos ver las estrellas y sentir el frío del sereno. No le hice caso y cambiamos de tema. Hablamos de las vivencias y de la mirada de un presidiario con quien recientemente ella se había topado, por una visita fortuita, de trabajo, al penal de Pacho Viejo.

—“Tiene la mirada triste, angustiada. Mira que yo conozco las miradas. No era nostalgia, porque nostalgia es sentir dolor por lo lejano”, me aclaró, esgrimiendo la definición griega. —“No, era una mirada de angustia, de tristeza. Ya ves, tuvo todo y ahora, preso, sin poder disfrutar nada de lo que tiene”. La escuché con atención. Le pedí detalles de la cárcel y como si hubiera sido la arquitecta del proyecto, me dibujó en una hoja los espacios y me explicó cómo se ingresaba y quién estaba en cada lugar.

Me quedé pensando en la mirada de ese personaje que me refirió y no puedo negar que me dio cierta lástima y tristeza, pero también reparé en todo el daño que causó y me dio coraje. “Quizá se lo merece”, me dije a mí mismo. Esa noche no prendimos el televisor. Comimos, escuchando en la lejanía el ladrido de los perros. Ella, quizá, se preguntaba quién moriría.

Yo en cambio, pensaba en la vida, en el aire que llegaba hasta la terraza, en las estrellas que podían admirar mis ojos. La mirada, reflexioné, nos hace existir. Por la mirada somos. Quienes no la tienen, ven por los oídos, las manos, el olfato, la imaginación, pero todo se traduce en una experiencia visual, porque así es la conciencia, creo. El viento gélido de la noche nos obligó a acurrucarnos. Nos acercamos una frazada primero, luego unos besos, nuestras manos y nuestros cuerpos. Hicimos el amor en el sofá y dejamos de preocuparnos de aullidos de perros y de la muerte. Al final, pensé, es ella, la muerte, el precio a pagar por esta maravillosa experiencia de la vida.

No supe más. Me quedé dormido en sus brazos, en la inconsciencia, en la antesala de la nada. Me despertó la sirena de una ambulancia y el ir y venir de paramédicos que entraban y salían de mi casa. —¡No, no, no! No puede ser dije. ¿Qué pasó? No puede ser. No puedo creer. ¿Los perros anunciaban la muerte en mi propia casa?

Corrí de la terraza a la sala, al comedor, a los pasillos. Veía los rostros de los paramédicos y de las enfermeras. Intentaba hablarles y nadie me respondía. No me veían, no me hacían caso, se pasaban de largo como si fuera un fantasma. Entonces me acerqué a la recámara y un dolor se acentuó en mi pecho. Lloré. ¡No, ella no!, grité. Nadie pareció escucharme. Todos seguían caminando, apresurados, cumpliendo el protocolo de salvar vidas. Me dio miedo. No me atrevía a asomarme a nuestra recámara y verla ahí herida o inerte.

¡Carajo!, grité. ¡Deténganse!, ¡Aquí es mi casa!, ¡No pueden entrar y salir así como así! Me armé de valor y entré. La vi llorando y me tranquilicé. Ah, ella está bien, menos mal, no pasó nada. Pero ¿por qué llora? ¿Qué está pasando? No podía comprender.

Me acerqué para abrazarla y no pude. Me quedé pasmado al ver mi propio cuerpo, tirado en la cama y escuchar a un paramédico decir: “lo sentimos mucho, señora, hicimos todo lo que estuvo en nuestras manos”. Lloró con profunda tristeza y yo también lloré, pero de mi cuerpo no salían lágrimas, no salía nada, la vida se había escapado.

Entonces corrí, angustiado, triste, adolorido, con ese dolor en el pecho que había sentido desde hace varias semanas. En mi carrera llegué hasta donde el aullido de los perros y entonces me di cuenta de que los perros ladraban por mí.

Sí, esa noche, su grito escalofriante era por mí, el anuncio de mi propia muerte. Me fui con ellos, corriendo, en la oscuridad de la noche y nunca volví a saber nada de nada.

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