/ domingo 16 de febrero de 2020

Los zapatos rojos que se tragó la Laguna de El Castillo

Romina y su padre nunca imaginaron el desenlace fatal que tuvo aquel día soleado de día de campo

Xalapa, Ver.- Cada día que salía de la escuela, Romina pasaba emocionada a ver su padre, un fotógrafo muy aplicado, que trabajaba en las oficinas de un partido político en la avenida Ruiz Cortines.

Su madre, que tenía un despacho muy cerca de ahí, la recogía y la dejaba con él, para que la llevara a casa, a la hora de la comida. A pesar de la actividad que existía en esa oficina, Romina era muy feliz porque su padre le ayudaba con la tarea, le ponía juegos en la computadora o de vez en vez, alguna caricatura en la televisión.

Sus compañeros, todos amigables, le llevaban dulces, chocolates, galletas o pulpas de tamarindo, que eran las que más le gustaban.

II

Un día, luminoso, de esos que te obligan a mirar al cielo, por la inmensa brillantez, su padre la subió a un camión en la avenida y la llevó a Plaza Museo, parar comprarle unos zapatos nuevos.

Su rostro brilló, con una amplísima sonrisa, cuando Alfonso le dijo el motivo del viaje. Llegaron en un dos por tres a la plaza y después de buscar en varios locales ella le pidió entrar a la tienda que mostraba un cartel de un perrito de orejas largas.

—¿Cómo se llama el perrito?, preguntó inquieta a la señorita que ya les abordaba.

—“Hush puppies”, contestó sonriendo. “En realidad”, se explayó, “ese es el nombre de la marca y este perrito es un Basset hound, que es el símbolo de la zapatería”.

A pesar de que parecía que le hablaba en otra lengua, Romina siguió preguntando: —¿Y qué significa Hush puppies?

—Ah, dijo la dependienta muy atenta: significa “perritos callados” y era un tipo de golosina o alimento que se le daba en Estados Unidos a los “perritos ladradores”, justamente para que se callaran.

—Ah, gracias, dijo Romina, mientras corría hasta una vitrina en donde estaba un reluciente zapato rojo Hush puppies.

—Papá, papá, le dijo a Alfonso, quiero estos, quiero estos, se ven tan suaves, tan cómodos, que no despertarían ni a un Hush puppies.

Pidieron su talla, se los probó y desde ese día, Romina quedó prendada de la comodidad y elegancia de esos zapatos. Por la noche, cansada, se quedaba dormida con los zapatos rojos puestos.

III

Un domingo, muy temprano, su mamá preparó un itacate con quesadillas, empanadas de flor de calabaza y gasparitos o pichocos, que tanto le gustaban a Alfonso, su esposo. Hizo atole de piña y llenó un termo para que llegara caliente a la Laguna de El Castillo, el destino del pícnic. A Romina le puso unas galletas caseras con chispas de chocolate que había preparado por la noche.

Llegaron a media mañana, cuando el sol, aún tímido, tocaba las aguas de este inmenso manantial.

Desayunaron debajo de un árbol y sobre el mantel floreado que la mamá de Alfonso les había regalado en la navidad pasada.

Al terminar de comer jugaron pelota y luego Alfonso sacó su cámara para tomar gráficas de ese paradisiaco lugar.

De pronto, escuchó gritos de auxilio de Romina en el agua y dejando en el suelo la cámara corrió con todas sus fuerzas hacia la laguna y se sumergió para salvar a su pequeña hija.

Un remolino muy fuerte se llevó sus cuerpos a la profundidad. Los vecinos acudieron al lugar, pero nada pudieron hacer.

Su madre se quedó muda, pasmada, llorando en ese mismo lugar durante dos días, hasta que encontraron sus cuerpos inertes, abrazados uno del otro.

IV

Han pasado muchos años de esa tragedia y Romina sigue visitando la oficina en donde fue feliz. Los empleados ya la conocen. La llaman “la niña de los zapatitos rojos”. Algunos la han visto en los baños o han escuchado sus pasos en diversas oficinas. Otros le dejan dulces o juguetes, como en los tiempos en que visitaba a su padre.

Kari me dice que quizá Romina no encontró la luz y sigue buscando a su padre, ahí, en el lugar donde fue feliz.

Xalapa, Ver.- Cada día que salía de la escuela, Romina pasaba emocionada a ver su padre, un fotógrafo muy aplicado, que trabajaba en las oficinas de un partido político en la avenida Ruiz Cortines.

Su madre, que tenía un despacho muy cerca de ahí, la recogía y la dejaba con él, para que la llevara a casa, a la hora de la comida. A pesar de la actividad que existía en esa oficina, Romina era muy feliz porque su padre le ayudaba con la tarea, le ponía juegos en la computadora o de vez en vez, alguna caricatura en la televisión.

Sus compañeros, todos amigables, le llevaban dulces, chocolates, galletas o pulpas de tamarindo, que eran las que más le gustaban.

II

Un día, luminoso, de esos que te obligan a mirar al cielo, por la inmensa brillantez, su padre la subió a un camión en la avenida y la llevó a Plaza Museo, parar comprarle unos zapatos nuevos.

Su rostro brilló, con una amplísima sonrisa, cuando Alfonso le dijo el motivo del viaje. Llegaron en un dos por tres a la plaza y después de buscar en varios locales ella le pidió entrar a la tienda que mostraba un cartel de un perrito de orejas largas.

—¿Cómo se llama el perrito?, preguntó inquieta a la señorita que ya les abordaba.

—“Hush puppies”, contestó sonriendo. “En realidad”, se explayó, “ese es el nombre de la marca y este perrito es un Basset hound, que es el símbolo de la zapatería”.

A pesar de que parecía que le hablaba en otra lengua, Romina siguió preguntando: —¿Y qué significa Hush puppies?

—Ah, dijo la dependienta muy atenta: significa “perritos callados” y era un tipo de golosina o alimento que se le daba en Estados Unidos a los “perritos ladradores”, justamente para que se callaran.

—Ah, gracias, dijo Romina, mientras corría hasta una vitrina en donde estaba un reluciente zapato rojo Hush puppies.

—Papá, papá, le dijo a Alfonso, quiero estos, quiero estos, se ven tan suaves, tan cómodos, que no despertarían ni a un Hush puppies.

Pidieron su talla, se los probó y desde ese día, Romina quedó prendada de la comodidad y elegancia de esos zapatos. Por la noche, cansada, se quedaba dormida con los zapatos rojos puestos.

III

Un domingo, muy temprano, su mamá preparó un itacate con quesadillas, empanadas de flor de calabaza y gasparitos o pichocos, que tanto le gustaban a Alfonso, su esposo. Hizo atole de piña y llenó un termo para que llegara caliente a la Laguna de El Castillo, el destino del pícnic. A Romina le puso unas galletas caseras con chispas de chocolate que había preparado por la noche.

Llegaron a media mañana, cuando el sol, aún tímido, tocaba las aguas de este inmenso manantial.

Desayunaron debajo de un árbol y sobre el mantel floreado que la mamá de Alfonso les había regalado en la navidad pasada.

Al terminar de comer jugaron pelota y luego Alfonso sacó su cámara para tomar gráficas de ese paradisiaco lugar.

De pronto, escuchó gritos de auxilio de Romina en el agua y dejando en el suelo la cámara corrió con todas sus fuerzas hacia la laguna y se sumergió para salvar a su pequeña hija.

Un remolino muy fuerte se llevó sus cuerpos a la profundidad. Los vecinos acudieron al lugar, pero nada pudieron hacer.

Su madre se quedó muda, pasmada, llorando en ese mismo lugar durante dos días, hasta que encontraron sus cuerpos inertes, abrazados uno del otro.

IV

Han pasado muchos años de esa tragedia y Romina sigue visitando la oficina en donde fue feliz. Los empleados ya la conocen. La llaman “la niña de los zapatitos rojos”. Algunos la han visto en los baños o han escuchado sus pasos en diversas oficinas. Otros le dejan dulces o juguetes, como en los tiempos en que visitaba a su padre.

Kari me dice que quizá Romina no encontró la luz y sigue buscando a su padre, ahí, en el lugar donde fue feliz.

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