/ domingo 8 de diciembre de 2019

Perder un hijo y no saber dónde llorarle, eso es dolor

En su historia dominical Miguel Velera habla del tema de que hay 4 mil familias veracruzanas buscando a sus hijos

Cuando abordé el taxi, en la calle de Enríquez, en el corazón de Xalapa, la capital de Veracruz, lo primero que me llamó la atención del conductor fue su amabilidad, su porte y talante. Era un hombre güero, que parecía gringo, con bigote bien afeitado, ya con algunas canas, guayabera y brazos fuertes, como si de un señor de campo se tratara. Me dijo que se llamaba Joel.

Para romper el hielo e iniciar conversación le pregunté sobre un zapatito de bebé que destacaba, fijo inmóvil, en el tablero del vehículo. Esperaba por respuesta, quizá el recuerdo amoroso de un padre que vio crecer a su hijo y que con nostalgia, conservaba ese zapato en memoria de la infancia. No fue así.

Mientras llegábamos a las Avenidas Américas y Xalapa, noté cómo don Joel apretó el volante con fuerza y la reacción de los músculos de sus brazos, que como decía, parecían de un hombre que en su juventud había trabajado la tierra.

Me volteo a ver, pero ahora su mirada no era la del hombre alegre, interesado en la conversación con un extraño. No, su mirada era de tristeza, de dolor. —Era de mi hijo. Ya no está conmigo, falleció siendo apenas un bebé, me contestó a bocajarro, abrumándome, desarmándome, sin permitirme coordinar una palabra.

Cuando pisó el acelerador, para cruzar Américas, desperté de ese lapsus y le contesté con un lacónico “lo lamento, me da mucha pena”.

Don Joel no se inmutó, siguió manejando y empezó a contarme. “Sí, mire, ha sido lo más difícil que me ha pasado en la vida. Yo sé que esto puede ser común. A eso venimos, a morirnos, pero nadie piensa en eso hasta que le toca con alguien cercano. Yo le puedo decir algo, no hay dolor más fuerte que el de la muerte de un hijo, pero este dolor no se compara cuando lo pierdes y no sabes a dónde ir a llorarle”.

Mientras llegábamos a la Avenida México, ya para entrar a la colonia Revolución, me volteó a ver y clavó su mirada en la mía, que lo seguía atento: “Sabe, yo no sabía que en Veracruz había tantas personas desaparecidas. Un día llevé a una señora que me contó todo lo que había hecho para encontrar a una de sus hijas. La verdad, le digo a usted de machines, me puse a llorar”.

“Yo he venido quejándome en la vida por esto que me pasó, pero cuando usted se entera de que en Veracruz hay casi 4 mil familias buscando a un hijo o hija desparecido, esto sí es otra cosa, un dolor de otra dimensión”.

“Esta señora me contó que pertenecía a un colectivo de familiares de desaparecidos y que cada vez que encontraban una fosa clandestina, porque han encontrado muchas en todo el estado, se le partía el alma, lloraba y oraba para que pudiera encontrar un rastro, una señal, algo que le indicara dónde podría estar su hija”.

Ese día me contó que deseaba encontrarla muerta. “Mire señor, ya quisiera que acabara este calvario. ¿Sabe usted lo que significa buscar y buscar, sin ninguna respuesta? El dolor es incomprensible, no se puede explicar. Yo preferiría encontrarla muerta, para llevarme sus restos y tener un lugar a dónde irle a llorar”.

“Usted dice que ha sufrido mucho por la pérdida de su pequeño y yo lo entiendo, pero usted tiene un lugar a dónde ir a llorar, a dónde llevarle flores, pero yo no, yo no sé. A veces pienso que los que se llevaron a mi hija la metieron a la prostitución, la violaron, abusaron de ella o se la llevaron a otro estado o país. Eso me da esperanzas y sigo buscando, pero de pronto me canso y desearía encontrarla muerta, sí, muerta, pero al menos encontrarla, saber dónde quedó su cuerpo”, me cuenta Joel, recordando la conversación de la señora.

“De entre todos los dolores por la pérdida de un hijo, ese es el dolor mayor, el no saber dónde está, dónde quedó su cuerpo, dónde ir a rezarle y a llorar”, reflexiona Joel.

Se detuvo en la Avenida Atenas, casi esquina con Plutarco Elías Calles, en la Colonia Revolución, el destino que le había pedido. —“Aquí es la dirección que me dijo, joven”. Lo miré directo a los ojos y le di un apretón de manos, agradeciéndole su amabilidad, atención y confianza.

No pude decirle más. Su historia me hizo girones el alma. Cuando el aire de la Avenida Atenas llegó a mis pulmones, respiré profundo, quizá para evitar llorar. En el corazón de esta otra Xalapa, la vida bullía a todo lo que daba. El sol de la tarde caía con fuerza sobre el hormiguero humano que caminaba de un lado para otro, haciendo lo más humano que todos hacemos, sobrevivir.

“Más de 4 mil familias buscando a un hijo o hija desaparecido. Eso sí es algo profundamente doloroso para una sociedad”, pensé, y me interné en la calle, a la cita periodística pactada para ese día. No pude llorar. Quizá el sudor que empezó a correr por mi cara, le ganó a las lágrimas, deseosas de brotar.

Cuando abordé el taxi, en la calle de Enríquez, en el corazón de Xalapa, la capital de Veracruz, lo primero que me llamó la atención del conductor fue su amabilidad, su porte y talante. Era un hombre güero, que parecía gringo, con bigote bien afeitado, ya con algunas canas, guayabera y brazos fuertes, como si de un señor de campo se tratara. Me dijo que se llamaba Joel.

Para romper el hielo e iniciar conversación le pregunté sobre un zapatito de bebé que destacaba, fijo inmóvil, en el tablero del vehículo. Esperaba por respuesta, quizá el recuerdo amoroso de un padre que vio crecer a su hijo y que con nostalgia, conservaba ese zapato en memoria de la infancia. No fue así.

Mientras llegábamos a las Avenidas Américas y Xalapa, noté cómo don Joel apretó el volante con fuerza y la reacción de los músculos de sus brazos, que como decía, parecían de un hombre que en su juventud había trabajado la tierra.

Me volteo a ver, pero ahora su mirada no era la del hombre alegre, interesado en la conversación con un extraño. No, su mirada era de tristeza, de dolor. —Era de mi hijo. Ya no está conmigo, falleció siendo apenas un bebé, me contestó a bocajarro, abrumándome, desarmándome, sin permitirme coordinar una palabra.

Cuando pisó el acelerador, para cruzar Américas, desperté de ese lapsus y le contesté con un lacónico “lo lamento, me da mucha pena”.

Don Joel no se inmutó, siguió manejando y empezó a contarme. “Sí, mire, ha sido lo más difícil que me ha pasado en la vida. Yo sé que esto puede ser común. A eso venimos, a morirnos, pero nadie piensa en eso hasta que le toca con alguien cercano. Yo le puedo decir algo, no hay dolor más fuerte que el de la muerte de un hijo, pero este dolor no se compara cuando lo pierdes y no sabes a dónde ir a llorarle”.

Mientras llegábamos a la Avenida México, ya para entrar a la colonia Revolución, me volteó a ver y clavó su mirada en la mía, que lo seguía atento: “Sabe, yo no sabía que en Veracruz había tantas personas desaparecidas. Un día llevé a una señora que me contó todo lo que había hecho para encontrar a una de sus hijas. La verdad, le digo a usted de machines, me puse a llorar”.

“Yo he venido quejándome en la vida por esto que me pasó, pero cuando usted se entera de que en Veracruz hay casi 4 mil familias buscando a un hijo o hija desparecido, esto sí es otra cosa, un dolor de otra dimensión”.

“Esta señora me contó que pertenecía a un colectivo de familiares de desaparecidos y que cada vez que encontraban una fosa clandestina, porque han encontrado muchas en todo el estado, se le partía el alma, lloraba y oraba para que pudiera encontrar un rastro, una señal, algo que le indicara dónde podría estar su hija”.

Ese día me contó que deseaba encontrarla muerta. “Mire señor, ya quisiera que acabara este calvario. ¿Sabe usted lo que significa buscar y buscar, sin ninguna respuesta? El dolor es incomprensible, no se puede explicar. Yo preferiría encontrarla muerta, para llevarme sus restos y tener un lugar a dónde irle a llorar”.

“Usted dice que ha sufrido mucho por la pérdida de su pequeño y yo lo entiendo, pero usted tiene un lugar a dónde ir a llorar, a dónde llevarle flores, pero yo no, yo no sé. A veces pienso que los que se llevaron a mi hija la metieron a la prostitución, la violaron, abusaron de ella o se la llevaron a otro estado o país. Eso me da esperanzas y sigo buscando, pero de pronto me canso y desearía encontrarla muerta, sí, muerta, pero al menos encontrarla, saber dónde quedó su cuerpo”, me cuenta Joel, recordando la conversación de la señora.

“De entre todos los dolores por la pérdida de un hijo, ese es el dolor mayor, el no saber dónde está, dónde quedó su cuerpo, dónde ir a rezarle y a llorar”, reflexiona Joel.

Se detuvo en la Avenida Atenas, casi esquina con Plutarco Elías Calles, en la Colonia Revolución, el destino que le había pedido. —“Aquí es la dirección que me dijo, joven”. Lo miré directo a los ojos y le di un apretón de manos, agradeciéndole su amabilidad, atención y confianza.

No pude decirle más. Su historia me hizo girones el alma. Cuando el aire de la Avenida Atenas llegó a mis pulmones, respiré profundo, quizá para evitar llorar. En el corazón de esta otra Xalapa, la vida bullía a todo lo que daba. El sol de la tarde caía con fuerza sobre el hormiguero humano que caminaba de un lado para otro, haciendo lo más humano que todos hacemos, sobrevivir.

“Más de 4 mil familias buscando a un hijo o hija desaparecido. Eso sí es algo profundamente doloroso para una sociedad”, pensé, y me interné en la calle, a la cita periodística pactada para ese día. No pude llorar. Quizá el sudor que empezó a correr por mi cara, le ganó a las lágrimas, deseosas de brotar.

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