Se asomó por la ventana y vio que sería un día soleado. Por eso se montó en su viejo Ford Mustang 1971, inscrito en el padrón del Club del Automóvil Antiguo de Xalapa.
Desde diciembre que lo llevé a la expo de la Universidad Anáhuac no lo saco, pensó, ya pasó más de un mes, tengo que desfogar el motor. Avanzó de su casa a la Avenida Américas y entró en Encanto, pero oh, sorpresa, en la calle Jorge Cerdán, un oficial de Tránsito le dijo que no había paso, que una manifestación de católicos y asociaciones civiles protestaban en el Congreso del Estado porque los diputados pretendían aprobar reformas para un Código Civil inclusivo, que permitiera el matrimonio entre homosexuales.
—¡Cómo!, se dijo extrañado: diputados buscan la inclusión y excluyen a este grupo de manifestantes. Y ellos son católicos y se oponen a la inclusión. ¡Estoy ante una paradoja! Apagó el Ford Mustang 71, ante la mirada curiosa de los transeúntes que admiraban el automotor. —Puff, pensó, siempre es lo mismo, a la gente le gusta este carro y yo que lo saco a pasear solo los domingos.
Tranquilo, sin la presión que significaba el tráfico, ya detenido en toda la avenida, el hombre sacó su libreta Moleskine y en el ademán de sus manos y de su propia mirada se vio como en un espejo, tratando de emular a Hemingway, Bruce Chatwin, Van Gogh o Picasso, quienes hicieron famosas estas libretitas. —Bah, pensó en sus adentros, soy una imitación barata. Dejó ir, con el aire fresco de la mañana, su autocrítica y empezó sus anotaciones.
Un día de estos voy a proponer ¿a la Academia? ¿A la ONU? ¿Al mundo? que se instaure el Día Internacional de El Otro. Sí, #ElDíaInternacionaldeElOtro ¿Qué celebraremos, festejaremos o conmemoraremos ese día? Que existimos por nuestra conciencia, por nuestro “yo”, pero también por la mirada del “otro”, el “tú”, el que está “enfrente”, el que nos confronta, el que es diferente, el que está delante, a un lado, detrás, arriba y debajo de nosotros, el que va con nosotros en la misma barca del mundo.
Conozco a personas que son defensores absolutos y radicales de personas vulnerables y de grupos que luchan por sus derechos, como los migrantes o los homosexuales, pero al mismo tiempo son críticos absolutos, férreos, totalitarios, de quienes no piensan como ellos, de quienes piensan diferente. Yo mismo, al criticar a los absolutistas, me estoy convirtiendo en uno de ellos, absolutizando una preferencia.
El otro siempre es confrontación. El otro siempre es referencia. El “otro”, como dijera Gabriel Marcel en Homo Viator, puede ser también una caja de resonancia o amplificador de lo que se puede llamar mi complacencia conmigo mismo.
¿Tolerancia al otro para integrarlo a lo que “yo” pienso? ¿Por qué no mejor “aceptación”? Sí, reconocimiento de que está enfrente de mí y de que es diferente. No soy “yo” el centro alrededor del cual gravita todo. No, “somos nosotros”, juntos, tú y yo, yo y “el otro”, los que caminamos juntos. El otro, y regreso a Marcel, para no perderme en abstracciones, que es presencia, que me toma de la mano, a quien puedo mirar al rostro, al que está “ahí”, existiendo conmigo.
El mundo sería un poco diferente si nuestro “yo” saliera cada día un poco más de paseo y se encontrara con “el otro”, con los “otros” y los aceptara como parte de una misma especie que pareciera ser lobo de sí misma, con todo respeto de los lobos que, como dijera Carlo Antonio Castro, “ha su naturaleza conservado”. Lo sacó de sus cavilaciones y anotaciones, la voz de un diputado que desde un altoparlante le decía a los manifestantes: “esta reforma no va a pasar, porque tenemos la fuerza de Dios”. —Oportunismo puro, pensó.
En la radio, un locutor sensato explicaba las razones de la diputada promotora de las reformas y las razones que los católicos esgrimían. Ninguno estaba en contra de los homosexuales y todos estaban a favor de la inclusión. ¿Entonces? Quizá faltó comunicación, pensó de nuevo. Quizá ni unos supieron explicar adecuadamente lo que querían hacer ni los otros lo que defendían. Estoy seguro, añadió en su Moleskine, que todos se respetan, pero que no saben explicarse.
Al final, creo que lo escribió un Papa, Albino Luciani, en una maravillosa carta a Charles Dickens: “somos una sola barca llena de gente muy cercanas en el espacio y en las costumbres, pero en un mar muy revuelto. Si no queremos terminar en graves desastres, la regla es esta: todos para uno y uno para todos; insistir en lo que nos une, y dejar de lado lo que nos separa”.
Lo despertó de su apunte la voz del oficial de tránsito. —Joven, ya muévase, avance por favor, los manifestantes ya se van.