Fue una tarde fría, helada, que congeló su parabrisas. Cuando pudo se detuvo en un acotamiento para limpiarlo.
Bajó con su garrafa naranja y se montó al camión, pero ¡oh sorpresa!, cuando lanzó el chorro de agua éste se congeló sin poder salir del recipiente. —Pala madre, está cabrón, pero lo peor no es el frío, es el viento, dijo en voz alta, al sentir los latigazos del viento de ese llano entre el estado de Puebla y Veracruz.
Tuvo ganas de orinar y no lo pensó dos veces, sacó otro recipiente del vehículo y ahí, a la vera del camino, soltó el líquido amarillento, los residuos de las caguamas que se había tomado con sus amigos en la pulquería de siempre dentro de la Central de Abastos de la Ciudad de México. Y así, vació el líquido humeante en el parabrisas, logrando descongelarlo. ¡Vámonos!, se dijo a sí mismo, pensando en avanzar hacia el café del tío Tonchi en la entrada de Perote.
Estaba con el pie en el estribo cuando un reflejo brillante, en el pasto casi congelado, lo detuvo. Se bajó, movió la escarcha y encontró ahí una moneda muy peculiar, única, que le llamó poderosamente la atención. Su color plateado y los rayos del sol de la tarde que le acariciaban la hacían ver más brillante. La tomó, la sacudió y pudo ver en el frente el rostro de un hombre con una gran cabellera y detrás un águila de pie, grabada pero desgastada por el paso del tiempo. Sin ver más detalles la echó en el bolsillo de su pantalón y siguió la marcha.
II
Detuvo su camión en el número 31 de la avenida Alejandro Von Humboldt, en Perote. Desde que se inició en la manejada le gustaba pararse a comer con el tío Tonchi, en donde decía, servían el mejor chilposo de panza de res que habría podido comer en todas sus vidas. Para sus largos recorridos desde el puerto de Veracruz hasta la Ciudad de México, detenerse en este comedero era oxígeno puro, mejor y más saludable que los “pericazos” o “anfetaminas” que algunos tenían que ingerir para aguantar las largas jornadas de manejo.
Mientras se tomaba un champurrado caliente, con un bolillo de la Vicpan de Humboldt 19, Jacinto Bustamante sacó de su bolsillo la moneda que se encontró a la orilla de la carretera, la limpió largamente con su pañuelo y se quedó pensando en su valor, ¿qué tipo de moneda será, de qué país? ¿cuál será su antigüedad? ¿quién la tiró en el camino?
Esa madrugada, cuando llegó a su casa, muy cerca del puerto de Veracruz, Jacinto ya no pudo dormir. Siempre caía como tronco y sus ronquidos espantaban hasta los perros que tenía en el patio de su casa. Ese día pudo escuchar el silencio de la noche, los grillos del jardín y el aullido de los perros, quienes, a pesar de la hora, ladraban y aullaban, como si una comadreja se hubiera metido al jardín.
III
Al otro día, Jacinto le dijo a su esposa que se sentía mal. —Ya bájale a tus excesos, le dijo la señora. Trabajas mucho, comes mucho, tomas mucho, te desvelas mucho, todos los excesos son malos. Háblale a tu patrón y dile que vas a ir al Seguro. —¿Al Seguro? ¡Cómo crees! Ahí de por sí atienden muy mal y ahora con esto del Covid si no te matan ellos te mata ese bicho maldito. No, no voy a ir al Seguro, refunfuñó.
De su cava casera, el hombre sacó un preparado de crucetillo y se empujó dos caballitos tequileros extra grandes. —Vas a ver que con esto me compongo. Además del crucetillo, que empezó a vender en grandes cantidades desde que empezó la pandemia, le gustaba preparar guanábana, maracuyá, zapote mamey y licor de naranja, todos con aguardiente de Mahuxtlán.
Luego de los caballitos, Jacinto pudo dormir un poco, pero despertó sobresaltado. —Algo me pasa vieja. Tengo sueños raros, alguien me persigue, me quiere alcanzar, pero de pronto se queda atorado en una cuerda con la que se ahorca. Intento despertar y no puedo. Es algo muy raro. Siempre he soñado con cosas pero esta sí me inquieta mucho, dijo.
IV
Durante siete días y siete noches, Jacinto Bustamante no pudo dormir. Fue a buscar al médico de Tierra Colorada y le dijo que lo único que le podía dar era Silenor, una doxepina suave, pero ni eso lo ayudó. De pronto se quedaba dormido en el sillón de su casa pero despertaba sobresaltado, jadeando y gritando, como si alguien lo estuviera persiguiendo.
—No sé que me pasa vieja. Esto es como una maldición. De pronto siento que me jalan de las patas, que me quieren llevar y yo me aferro a la cama. Luego aparece ese hombre con una soga al cuello que intenta lanzármela. Lleva en su mano una bolsa negra, como de cuero que suena como una cadena. Es algo bien raro vieja, no sé qué hacer.
“Lo peor no es el frío, es el viento”, repitió, cuando esa tarde helada en la carretera encontró la moneda. Tiene que ser la moneda, se dijo. Todo empezó ese día. Fue entonces cuando su hijo mayor regresó a casa y le explicó que con uno de sus maestros habían investigado el tipo de moneda. —Es un siclo de Tiro o shékel de Tiro. Al parecer es la moneda que se usaba en Jerusalem durante la época de Cristo. Pudo haber sido una de las monedas con las que Judas vendió a su maestro. Este rostro, señaló la moneda, podría ser el del dios fenicio Baal. La figura desgastada es la de un águila. La inscripción está en griego y quiere decir “Tiro, ciudad santa y ciudad de refugio”. La inscripción de la fecha ya no se puede leer, dijo el muchacho. Así que según los datos que recabamos esta pieza es muy valiosa y podría ser de las monedas que recibió Judas Iscariote, el apóstol que vendió a Jesucristo.
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Jacinto ya no dijo más. Buscó el crucetillo, se empujó media botella entre pecho y espalda y regresó al valle de Perote a tirar la moneda en el camino. —Moneda maldita, dijo, ahí quédate. Esa noche el hombre pudo dormir como angelito. Sus ronquidos, como de costumbre, espantaron a los perros en el patio.