Todos los días despertaba a las seis de la mañana en punto, ebrio de vida y de blue label. Cuando el espíritu transmigraba del cosmos a mis ojos y mis oídos, antes de ver cualquier cosa, escuchaba, fuerte, el “shack” de la planta eléctrica que se apagaba. Y aunque percibía perfectamente el ruido de las olas acariciando la costa, y los pájaros cantando al amanecer, el silencio inundaba mis oídos. No pensaba en nada. Apenas podía distinguir la luz matinal que se asomaba por las rendijas de la cabaña.
Era el regreso de un viaje, un blackout existencial que iba más allá del azul brebaje escocés que había comprado en el aeropuerto, como si fuera a una cita con el fin del mundo. En mi despertar recorría toda la isla caminando, en bicicleta, nadando, corriendo o volando. Miraba extasiado el atardecer, el agua azul, turquesa, límpida, transparente, la arena blanca y un erizo anidando sus púas en los dedos de mis pies. Eran las seis de la mañana y estaba ebrio de la vida. La conciencia no llegaba del todo a mi cuerpo. Me sentía atrapado, como Jean Dominique Bauby, en una escafandra, mientras mi memoria e imaginación intentaban tomar vuelo, con alas de mariposa.
Estaba atrapado, sin voluntad de conciencia ni realidad. Así lo había decidido, perderme, viajar al otro lado del mundo, como si la vida fuera una fiesta permanente, un dejar todo. Leaving Las Vegas. Leaving Island. Leaving the end of the world, decía. En el silencio empecé a escuchar todo, de una manera especial su respiración, la sístole y diástole de su corazón joven. Vi su rostro, moreno, en la penumbra, sus labios rojos, su cuerpo, rozagante en la misma cama donde anidaron nuestros sueños. Le besé los hombros y se volteó. Intenté besarle el cuello y me alejó con sus manos. -No me gusta que me despierten temprano, musitó.
Como Aquiles, en Troya, con espada en mano, estaba dispuesto a dar la batalla, pero me desarmó. “Don’t touch me”, dijo, en un grito de asalto, en un aullido, en un disparo a quemarropa. El silencio se hizo más profundo. Los ruidos de la isla se perdieron. Esa noche le había dicho al oído que podría contemplar eternamente, como el horizonte en el ocaso, la vena henchida de su frente, mientras jugábamos al amor. Los dos lo sabíamos. Sólo una vez, quizá dos, tuve el privilegio de admirar la sangre agolpándose en su frente.
Esa noche, luego de viajar cinco mil kilómetros, la acomodé entre sábanas blancas y, arrullados por las olas del mar, como Xipe Tótec, le fui arrancando la piel con delicadeza, suavemente. Esa noche, le dije palabras de amor que el viento me trajo al oído. Éramos jóvenes, éramos dioses. Era la primavera, la época del maíz tierno. La luz de la aurora iluminó la piel desollada de los cuerpos. Busqué en su piel, el rumbo donde se esconde el sol. Sabía que ahí estaba la vida, que hacia allá volaría Ícaro, para consumir sus alas.
Al borde del paroxismo, sentí el frío de la ausencia de la sangre. La abracé con fuerza. Insistí en falacias del amor, pero fue inútil. Como Xipe Tótec, creía y sabía que debajo de la piel había otra piel, renovada, como el sol naciente, que era la flor de la vida. Debajo de esa piel joven, ahí donde se ubica el corazón, encontré una piedra de obsidiana. Era radiante, pero fría, como sopa Maruchan.
“Don’t touch me”, repitió. No intenté nada más. Eran las seis de la mañana y estábamos en una isla. La noche anterior, antes de iniciar el viaje, había escrito en mi cuaderno de Vivencias: “No sé qué es más pinche frío, si el aire que recorre hoy la ciudad o tu corazón. Ambos compiten en mi contra y estoy feliz”.
Esa mañana no estaba ya tan feliz. Sabía que era momento de decir adiós.
Me dediqué a leer, a nadar, a comer arroz de coco, pargo lora frito, patacón pisao y langosta, con litros de scotch. No volví a sostener conversación alguna con ella. Me subí a la lancha y crucé el archipiélago de San Bernardo, como zombie. En tierra, me detuve en el Club de Pesca, del viejo amigo Benedetti, para llenar mi espíritu de cervezas Águila.
Estaba seguro que todo había terminado. En los días siguientes, una estela de twitters redondearon la historia de un hombre viejo que viajó a una isla con una mujer joven, para darse cuenta de que ya era demasiado viejo. Jaime García Márquez, el hermano de “Gabito”, me lo había contado diez años atrás.
El 30 de enero escribí: “Me han embriagado tus recuerdos. Estoy sin ti, al borde del paroxismo contigo y sin ti. Contigo y lejos de ti. En una isla desierta de ti”.
“Vuelo, navego, recorro, te busco y no te busco; estás y no estás; te encuentro y no te encuentro. Es mi destino, la paradoja”.
“Nunca he sentido una mayor soledad que estando contigo. Ni la embriaguez del mar, ni del blue label, pueden contener esta punzada hiriente”. Ese día, en ese viaje, como les contaba, algo se rompió. Viajé a más de cinco mil kilómetros y estaba más lejos de mí que yo mismo. Lo peor, no lo notó. Sí, ese día, pasó todo y nada. Descubrí, luego de que a las seis de la mañana se apagara la planta de luz, que estaba derrochando energía, tiempo y vida.
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Esa tarde, al salir de la isla, visité a mi amigo Jose, para tomar un tinto en la Plaza Santo Domingo. Me vio desconcertado, a los ojos, y me dijo: —¿Usted la ama, parce? —Claro que no, le contesté, para añadir: —Ella tampoco. Sonrió, y añadió, levantando el dedo pulgar: —Bien. —Qué bueno, insistió Jose. —No es para usted, usted es más grande. Reímos a carcajadas, cómplices de nuestras palabras. No lo notó.