Aunque recibió el juicio público —el más severo de todos— y fue condenada por familiares y amigos, Malena sintió esa tarde la necesidad de acercarse al confesionario del padre Antonio, luego de la larga predicación sobre el perdón y el arrepentimiento que el viejo cura de almas dio al interior del reclusorio de mujeres en donde purgaba su pena judicial.
El sacerdote se refirió a la parábola del hijo pródigo y contó que Dios era como ese padre que recibe con los brazos abiertos al hijo menor que pide su herencia, se va y derrocha todo. Cuando regresa a casa, arrepentido, el padre hace una gran fiesta, a pesar del enojo del hijo mayor, que siempre había cumplido sus órdenes al pie de la letra.
El arrepentimiento, añadió el cura, no es un sentimiento, es una decisión, es un cambio interno de mentalidad, para iniciar una nueva vida, una nueva forma de conducta les dijo a las 250 mujeres que purgaban condenas en ese reclusorio por asesinato, robo, fraudes, tráfico de estupefacientes, secuestro, tráfico de personas y prostitución, entre otros delitos.
II
Malena se acercó al cura con temor, pero con mucha seguridad. ¿Empezar una nueva vida? Claro, lo había soñado desde que era una niña. Lo deseó de todo corazón cuando se casó con Rafa, ese joven apuesto de la colonia Reforma, que la cortejó con tanto empeño, con flores, regalos y paseos. A la sombra de un árbol, lejos de la población de reclusas, donde el padre Antonio había colocado dos sillas, Malena se sentó al lado del sacerdote para abrirle su corazón.
—Ave María Purísima, dijo el cura. —Sin pecado concebida, contestó Malena. —¿Cuánto tiempo tienes que no te confiesas? —Desde que me casé, padre, hace 18 años. —¿Cuáles son tus pecados hija? —Maté a mi marido, padre, pero no me arrepiento.
El sacerdote se quedó pasmado, pero la miró con ternura y compasión, tratando de entender la profundidad de sus palabras. Ya en la prédica les había dicho que para una buena confesión era necesario el examen de conciencia, el dolor de los pecados y la contrición, es decir, el arrepentimiento, así como el propósito de enmienda o compromiso de no volver a cometer el pecado.
III
No me arrepiento, repitió Malena, en una frase sollozante, cargada de dolor, que cimbró el alma del viejo sacerdote que ahí, en el confesionario había escuchado las historias más escabrosas y que llevaba, en el silencio de su corazón, la radiografía de la naturaleza humana. “Cuéntame”, le dijo tranquilo, animándola a la catarsis. “¿Qué pasó?”, añadió.
Cuando conocí a Rafa me enamoré profundamente de él. Vivía para él, soñaba con él, pero poco a poco se fue transformando. Empezó con bromas hirientes, chantajes, engaños, celos y pasó luego a culparme de cosas, a descalificarme, a ridiculizarme, a ofenderme y humillarme en público.
Hablaba con él, lo tranquilizaba, trataba de hacer todo lo que me pidiera para que estuviéramos bien. Cuando nació Rafita se puso muy contento y cambió por un tiempo, pero luego empezó a tratar de controlarme, a celarme nuevamente, a revisar mi celular, mis redes sociales.
Cuando le reclamaba sus actitudes y su descontrol con el alcohol, empezó a agredirme físicamente, una cachetada, un empujón y luego a golpearme hasta dejarme tirada en el piso de la cocina o de la sala, luego de abusar salvajemente de mí. Intenté decirle a mi familia, a su familia, a nuestros amigos, pero nadie me creyó. Esa vida era un infierno, padre.
IV
Un día tomé valor y decidí matarlo. La verdad fui muy tonta, porque no me organicé bien, dejé rastros por todos lados. Por eso la policía dio conmigo y aquí estoy, cumpliendo la pena por matar a quien fue el hombre de mi vida, pero que con el paso del tiempo se convirtió en mi peor pesadilla.
—¿Por qué tengo que arrepentirme, padre? De esos 18 años, viví al menos 17 humillada, despreciada. Hoy quiero cambiar, quiero otra vida, no quiero dejarme nunca violar ni atacar por ningún hombre, quiero una nueva vida, un cambio de mentalidad, padre, pero no puedo arrepentirme de una decisión que tomé para liberarme.
El padre Antonio calló. Miró nuevamente sus ojos llorosos con ternura y levantó sus manos, para ofrecerle el perdón que no era suyo. —Dios te perdona, hija, puedes irte en paz, le dijo, mientras en silencio pidió al mismo Dios que más bien perdonara a Rafael, este agresor que convirtió a Malena en una asesina sin arrepentimiento.