Cada vez que Aureliano tenía día franco iba a la escuela de sus dos hijos, los sacaba y se los llevaba de “pinta”. Les gustaba meterse al río Actopan, cuyas aguas frías de origen en El Descabezadero llegan tibias a Úrsulo Galván.
Nadar, pescar, asar salchichas en una fogata era la felicidad. Ellos ya habían olvidado que su madre, una hija de Marisela, los había abandonado para iniciar una nueva vida en Estados Unidos. Para ellos Marisela y Aureliano eran sus únicos padres y en la felicidad del río deseaban, con todo su corazón, que Aureliano estuviera ahí, a su lado, para siempre.
“Dígame cómo lleno esos zapatos, cómo los lleno si mi papel es ser madre, abogada, investigadora, excavadora”, me dice Marisela. En sus largas pausas, en los silencios, esperaría algún asomo de dolor, alguna lágrima. Nada. Aprendió a ser fuerte para sobrevivir y para sacar adelante a estos hijos que le heredaron.
II
Marisela conoció a Aureliano por carta. Ella vivía en la Ciudad de México y él en Cardel. Al verla agobiada por la soledad, una de sus hijas la animó a que se inscribiera en un programa de “amor por correspondencia”. No quería, pero lo hizo. Así conoció a Aureliano.
Él había nacido en Cardel y era policía. “Me gustó su escritura, porque era una escritura antigua”, me dice. “Me gustó mucho la manera respetuosa como me trató”.
En esa época Aureliano trabajaba en Perote y desde ahí, entre carta y carta se conocieron, se encontraron, se enamoraron y él le pidió matrimonio. Un 11 de mayo de 1996 se casaron en la tierra que tanto maravilló a Humboldt.
Ella trabajaba en la Asociación Cristiana de Jóvenes en la Ciudad de México y Aureliano trató de hacer vida allá, pero no se adaptó. Regresó a Cardel.
Al poco tiempo, cuenta Marisela, levantó sus tiliches y lo alcanzó. “Lo único que me faltó fue el gato, porque se me echó a correr”.
Llegó a Cardel un 21 de diciembre. Era un día lluvioso, muy lluvioso, recuerda. Aureliano seguía su carrera de policía. “Amaba la policía”.
III
El 11 de enero de 2013 esta historia de felicidad se terminó.
“Eran las 9 de la mañana y me extrañó que no llegara a casa. Algunas veces Aureliano se quedaba a doblar turno, entonces le preparé un lunch y su cambio de ropa para llevárselo a la Comandancia”.
“Grande fue mi sorpresa al ver que el Ayuntamiento de Úrsulo Galván estaba lleno de patrullas del Ejército, de la Marina, de Policías estatales”.
Al verla, uno de los compañeros de Aureliano se le acercó y le dijo: “No doña, esto ya valió madres. Levantaron a nuestros compañeros. Yo agarro mis cosas y me voy”.
Ese día empezó el Calvario. Las ocho esposas de los policías desaparecidos y sus familiares empezaron a hacer guardia. Pasó un día y otro, pasó una semana y otra. La gente les empezó a llevar tortas y comida. No llegaron. Aún no llegan.
—¿Lo sigue esperando? “Sí, sí”, me dice tranquila, calmada, con un dolor que ha rumiado por años, que no es expresivo. Y añade, “aunque tengo casi la certeza de que no va a regresar”.
La esperanza sigue moviendo el mundo de Marisela, le da energía para continuar.
Lo más difícil no ha sido superar el dolor de la “desaparición” de Aureliano. Lo más difícil, dice, es cómo regresarle la confianza en el ser humano a su hijo.
En él, el dolor ha sido más expresivo. “Se cortaba los brazos, las manos, el estómago, las piernas. El sentía que se liberaba del dolor. Es una lucha día a día, para que no se me deprima, para que no se me decaiga, pero pregúntele si quiere salir, pregúntele si quiere ir a la playa. Pregúntele qué siente cuando ve una patrulla. Se me pone pálido, transpira, tiembla y se quiere echar a correr”.
“Desgraciadamente él sabe quién se llevó a su papá. El pueblo sabe quién se lo llevó, pero nadie va a decir nada, porque con toda razón no quieren que los afecten, no quieren represalias, no quieren que los dañen”.
“A mí no me interesa quién lo hizo y ese es un comentario que me ha creado muchos conflictos, pero de veras, ya no me importa quién fue, que me lo regresen, que me permitan darle un lugar digno dónde llorarle, porque creo que se lo merece”.