Yo no conocí a mi abuela, pero conocí a la abuela de Rodrigo, un amigo de la infancia y la primera juventud, con quien solíamos escaparnos lo mismo a jugar básquetbol que a chelear en los barrios más sórdidos de la ciudad. Las vacaciones eran días de aventura interminables que siempre concluían en la casa de su abuela con café negro bien caliente, pan y a veces otra caguama.
A don Pepe, el hijo mayor de doña Sofía, no le gustaba que Rodrigo y sus amigos llegáramos a cerrar la fiesta en esa casa de paredes siempre blancas, piso de colores y copias de cuadros de Joan Miró por aquí y por allá. —¿Son de sus nietos?, le pregunté en una ocasión a Rodri, mientras observaba Mujer y pájaros al amanecer. —¡Ni se te ocurra decir eso! Son de un español que intenta reflejar el subconsciente infantil, según me ha dicho la propia abuela.
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Pues ahí, rodeados de Pelo de Estrella, Pez cantante, El carnaval de Arlequín y El Gallo, entre otros, con litros y litros de cerveza, pasamos, creo yo, nuestros mejores momentos de la adolescencia y primera juventud. Aún recuerdo, como si fuera ayer, un Viernes Santo en que don Pepe se enojó con nosotros por la carne que llevamos para asar. La abuela preparó el condimento, sacó el viejo asador y le puso carbón que guardaba celosamente en una bolsa de yute.
Mientras su hijo nos regañaba por no guardar las tradiciones de la Semana Mayor, ella citó algo que parecía un pasaje del Evangelio, “no es lo que entra en la boca del hombre lo que contamina sino lo que sale de ella… sí, del corazón salen los malos pensamientos, el rencor, las blasfemias, los odios”, dijo, tapándole la boca a su hijo. Don Pepe se alejó refunfuñando mientras nosotros nos mostrábamos admirados de su habilidad para prender el carbón.
Y así, mientras envolvía los cebollines en papel aluminio y atizaba el fuego al mismo tiempo, doña Chofi, como le decíamos cuando ya entrábamos en confianza, nos habló de la importancia de la carne en la Semana Santa. —Ustedes creen que, si la carne del ser humano, como se ha pensado a lo largo de los siglos, fuera mala, Cristo hubiera aceptado tomarla, ¿nacer de una mujer y sentir todo lo que siente una persona? No, verdad. No es la carne lo que nos hace ser buenos o malos, es lo que sale de dentro, de nuestros pensamientos y corazón, insistió.
Con la experiencia de la carne en su propio hijo, Dios vino a reivindicar nuestra propia carne, insistió la abuela. Nuestra carne no es mala. La carne es lo que nos hace seres humanos. Si Dios nos hubiera querido ángeles eso seríamos, seres espirituales. La carne es mala sólo si nos lleva a hacer el mal. La grandeza del misterio de Jesús es que se hizo carne, dejó que lo molieran a golpe para recordarnos que el mal no está en la carne sino en el golpe que pegamos a la carne del otro, de los otros seres humanos. Su muerte y crucifixión, añadió la abuela, fue un elogio a la carne, desde cualquier ángulo que se le vea.
—Abuela, cómo sabes de todo esto, dijo Rodrigo. —No, no, yo no sé nada. Yo sólo sé que muchos ven en la muerte un fracaso de la vida y Jesús lo que vino a enseñarnos es que no es así y aunque muchos prefieren no pensar en esa derrota inevitable, nosotros creemos que nos espera una vida interminable, pero en tanto eso suceda, ustedes vivan y disfruten, porque ese es el único sentido de la vida, concluyó la abuela mientras tocaba la botella helada de esa cerveza que nos esperaba en la mesa.