/ domingo 26 de septiembre de 2021

Relatos: La muerte de un nahual que lo tiraron al Papaloapan

En esta entrega Miguel Valera nos cuenta sobre las historias de unos pobladores que fueron asechados por un nahual

Xalapa, Ver.-La sequía de ese año nos estaba matando. El caudaloso río Papaloapan vio disminuidas sus aguas, la pesca mermó y los cañales se entristecieron. Todos sabíamos que ese sería un mal año. Para colmo, las gallinas con huevera empezaron a desaparecer de los corrales. Todos teníamos hambre. Por las noches, despertábamos con el chillido de nuestras tripas o con el cacaraqueo de espanto de las gallinas.

Don Moisés, el más viejo del pueblo, empezó a decirnos quedito, como si de un rezo se tratara, que esto parecía una maldición y que no era normal que tanta gallina se esfumara. —No, don Moi, se trata de un coyote, porque ya don Julián encontró restos de plumas, huesos y sangre cerca de la parcela de don Artemio, el curandero del pueblo, le dijo su compadre Juan. —¿No será otra de esas brujerías del viejo Artemio?, replicó el patriarca. —No creo, ya ve que ese hombre es un pan de Dios. —Pues se cree un sacerdote, ya ves que hasta trae un báculo de obispo, que utiliza siempre en sus ritos de curación. —Sí, pero es inofensivo y ayuda mucho a la gente, concluyó Juan.

Como la sequía no paraba, uno a uno a uno, desde los mayores hasta los más pequeños, en familia o en solitario, viajábamos al Santuario del Cristo Negro, en Otatitlán, a rezarle. Creíamos mucho en él, porque estábamos convencidos que las aguas del río Papaloapan lo habían traído, milagrosamente, hasta este pueblo de hombres y mujeres morenos, tostados por el sol. —Este Cristo sí nos escucha, porque es igual que nosotros, solía decir mi padre, cuando me llevaba a visitarlo.

II

El río de las mariposas, como también se le conocía al Papaloapan, me recordaba siempre al río Magdalena, de Barranquilla Colombia, que recorrí en un viaje estudiantil. En esa época, llegamos en tren, con algunas cervezas “águila” entre pecho y espalda, a la estación de Aracataca, la tierra donde nació Gabriel García Márquez, para encontrarnos, en el riachuelo de esa comunidad plagada de turcos, piedras que parecían huevos de dinosaurios y mariposas amarillas volando entre nosotros, como si de una imagen de Cien años de soledad se tratara.

Pero en esos días de la gran sequía, las mariposas amarillas dejaron de volar en el río Papaloapan; el agua se calentó, los peces aparecían muertos en las márgenes del afluente. Todos pensábamos que este era el anuncio de una gran tragedia, porque si el río traía la muerte, la muerte sería nuestro destino. Por eso nos aferramos a la fe, a rezarle al Cristo Negro, ese ser mágico, hijo de Dios, que había llegado, vestido con nuestra piel, como la morenita del Tepeyac, a protegernos de los males del mundo.

A nuestra sed, se sumaba el misterio de las gallinas desaparecidas. Casi todos los días se repetía la escena. Cacaraqueo por aquí y cacaraqueo por allá. Los vecinos se despertaban temerosos y perseguían a ciegas, intentando saber si se trataba de un ser humano o de una bestia. —A mi me pareció ver a una persona. —No, no, es un coyote, tiene hambre por la sequía. —Sí, pero que no chingue, nosotros también tenemos hambre. —Lo vamos a encontrar y lo mataremos, señalaban.

III

Habían pasado ya 24 meses y 12 días de la gran sequía. El pueblo tenía sed y hambre. El agua del río Papaloapan no era potable; apenas alcanzaba para refrescar los pies de los pobladores. Y junto a eso, el misterio de las gallinas desaparecidas empezó a generar miedo entre los pobladores, quienes se referían ya a una maldición. Los rezos no eran suficientes.

Por ello, una tarde de sábado, don Moisés tomó la palabra en la asamblea del pueblo para pedir que se organizaran cuadrillas nocturnas de vigilancia. Si el robo de las gallinas tiene que ver con una maldición, tenemos que atrapar al ladrón y sacrificarlo, dijo. No hay de otra. Esa misma noche, los pobladores escucharon el cacaraqueo de espanto de las gallinas y corrieron tras la bestia.

La persiguieron entre los patios de las casas, platanares y cañaverales que rodeaban al pueblo. Ahí, a machetazo limpio acabaron con el animal. —Ya nunca más volverá a causar daño, gritó festivo, don Moi. Esa noche se escucharon truenos en el cielo. —Bendito Dios, dijo el anciano, va a llover. Dios no nos ha abandonado, reiteró, mientras todos sintieron en sus caras el aire fresco que anuncia lluvia.

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IV

En la madrugada de ese 06 de junio del año de la gran sequía, se soltó una tormenta sobre las comunidades del río Papaloapan que la gente recuerda hasta el día de hoy. Parecía que, literal, el cielo se caía. Protegidos en sus casas, los pobladores comentaban que la muerte de la bestia mata gallinas tenía que ver con esta maldición de la sequía. ¡Gracias a Dios y al santo Cristo Negro de Otatitlán que ya está lloviendo!, lanzaron a una sola voz.

Luego de 12 horas de tormenta, aún con cielo plúmbeo, la lluvia se detuvo. Los pobladores salieron a mirarse las caras y buscaron en grupo, a la bestia maligna macheteada. Sus rostros se transformaron cuando vieron, en lugar de la bestia destazada, el cuerpo de don Artemio, el curandero del pueblo. ¡Era un nahual!, gritaron sorprendidos. De rodillas, delante del cuerpo machacado, se pusieron a rezar. Nadie hizo un solo comentario. Lo envolvieron en costales junto con su báculo y lo lanzaron a las furiosas aguas del río Papaloapan. Los rezos no pararon. La lluvia no cesó en 12 días y 12 noches. La gente pensaba que el río se desbordaría, pero no fue así. Yo cuento ahora esto, porque los viejos, que nos prohibieron hablar, ya se murieron.

Xalapa, Ver.-La sequía de ese año nos estaba matando. El caudaloso río Papaloapan vio disminuidas sus aguas, la pesca mermó y los cañales se entristecieron. Todos sabíamos que ese sería un mal año. Para colmo, las gallinas con huevera empezaron a desaparecer de los corrales. Todos teníamos hambre. Por las noches, despertábamos con el chillido de nuestras tripas o con el cacaraqueo de espanto de las gallinas.

Don Moisés, el más viejo del pueblo, empezó a decirnos quedito, como si de un rezo se tratara, que esto parecía una maldición y que no era normal que tanta gallina se esfumara. —No, don Moi, se trata de un coyote, porque ya don Julián encontró restos de plumas, huesos y sangre cerca de la parcela de don Artemio, el curandero del pueblo, le dijo su compadre Juan. —¿No será otra de esas brujerías del viejo Artemio?, replicó el patriarca. —No creo, ya ve que ese hombre es un pan de Dios. —Pues se cree un sacerdote, ya ves que hasta trae un báculo de obispo, que utiliza siempre en sus ritos de curación. —Sí, pero es inofensivo y ayuda mucho a la gente, concluyó Juan.

Como la sequía no paraba, uno a uno a uno, desde los mayores hasta los más pequeños, en familia o en solitario, viajábamos al Santuario del Cristo Negro, en Otatitlán, a rezarle. Creíamos mucho en él, porque estábamos convencidos que las aguas del río Papaloapan lo habían traído, milagrosamente, hasta este pueblo de hombres y mujeres morenos, tostados por el sol. —Este Cristo sí nos escucha, porque es igual que nosotros, solía decir mi padre, cuando me llevaba a visitarlo.

II

El río de las mariposas, como también se le conocía al Papaloapan, me recordaba siempre al río Magdalena, de Barranquilla Colombia, que recorrí en un viaje estudiantil. En esa época, llegamos en tren, con algunas cervezas “águila” entre pecho y espalda, a la estación de Aracataca, la tierra donde nació Gabriel García Márquez, para encontrarnos, en el riachuelo de esa comunidad plagada de turcos, piedras que parecían huevos de dinosaurios y mariposas amarillas volando entre nosotros, como si de una imagen de Cien años de soledad se tratara.

Pero en esos días de la gran sequía, las mariposas amarillas dejaron de volar en el río Papaloapan; el agua se calentó, los peces aparecían muertos en las márgenes del afluente. Todos pensábamos que este era el anuncio de una gran tragedia, porque si el río traía la muerte, la muerte sería nuestro destino. Por eso nos aferramos a la fe, a rezarle al Cristo Negro, ese ser mágico, hijo de Dios, que había llegado, vestido con nuestra piel, como la morenita del Tepeyac, a protegernos de los males del mundo.

A nuestra sed, se sumaba el misterio de las gallinas desaparecidas. Casi todos los días se repetía la escena. Cacaraqueo por aquí y cacaraqueo por allá. Los vecinos se despertaban temerosos y perseguían a ciegas, intentando saber si se trataba de un ser humano o de una bestia. —A mi me pareció ver a una persona. —No, no, es un coyote, tiene hambre por la sequía. —Sí, pero que no chingue, nosotros también tenemos hambre. —Lo vamos a encontrar y lo mataremos, señalaban.

III

Habían pasado ya 24 meses y 12 días de la gran sequía. El pueblo tenía sed y hambre. El agua del río Papaloapan no era potable; apenas alcanzaba para refrescar los pies de los pobladores. Y junto a eso, el misterio de las gallinas desaparecidas empezó a generar miedo entre los pobladores, quienes se referían ya a una maldición. Los rezos no eran suficientes.

Por ello, una tarde de sábado, don Moisés tomó la palabra en la asamblea del pueblo para pedir que se organizaran cuadrillas nocturnas de vigilancia. Si el robo de las gallinas tiene que ver con una maldición, tenemos que atrapar al ladrón y sacrificarlo, dijo. No hay de otra. Esa misma noche, los pobladores escucharon el cacaraqueo de espanto de las gallinas y corrieron tras la bestia.

La persiguieron entre los patios de las casas, platanares y cañaverales que rodeaban al pueblo. Ahí, a machetazo limpio acabaron con el animal. —Ya nunca más volverá a causar daño, gritó festivo, don Moi. Esa noche se escucharon truenos en el cielo. —Bendito Dios, dijo el anciano, va a llover. Dios no nos ha abandonado, reiteró, mientras todos sintieron en sus caras el aire fresco que anuncia lluvia.

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IV

En la madrugada de ese 06 de junio del año de la gran sequía, se soltó una tormenta sobre las comunidades del río Papaloapan que la gente recuerda hasta el día de hoy. Parecía que, literal, el cielo se caía. Protegidos en sus casas, los pobladores comentaban que la muerte de la bestia mata gallinas tenía que ver con esta maldición de la sequía. ¡Gracias a Dios y al santo Cristo Negro de Otatitlán que ya está lloviendo!, lanzaron a una sola voz.

Luego de 12 horas de tormenta, aún con cielo plúmbeo, la lluvia se detuvo. Los pobladores salieron a mirarse las caras y buscaron en grupo, a la bestia maligna macheteada. Sus rostros se transformaron cuando vieron, en lugar de la bestia destazada, el cuerpo de don Artemio, el curandero del pueblo. ¡Era un nahual!, gritaron sorprendidos. De rodillas, delante del cuerpo machacado, se pusieron a rezar. Nadie hizo un solo comentario. Lo envolvieron en costales junto con su báculo y lo lanzaron a las furiosas aguas del río Papaloapan. Los rezos no pararon. La lluvia no cesó en 12 días y 12 noches. La gente pensaba que el río se desbordaría, pero no fue así. Yo cuento ahora esto, porque los viejos, que nos prohibieron hablar, ya se murieron.

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