/ domingo 17 de julio de 2022

Relatos: ¿Realmente Dios existe?

Justino de Los Santos se quedó callado, pensando una y otra vez en eso que decía el científico británico sobre que Dios no existe

Cuando Justino de Los Santos terminó de leer Breves respuestas a las grandes preguntas, de Stephen Hawking, se quedó callado, pensando una y otra vez en eso que decía el científico británico sobre que Dios no existe. Su dicho, pensó, tiene las mismas pruebas que afirmar que sí existe, porque nadie lo ha demostrado científicamente. Mientras veía las gallinas de su patio, picotear la tierra, recordó las clases que le dio el padre Manuel Vázquez Montero, un peroteño erudito que fundó el colegio Cristóbal Colón en el puerto de Veracruz.

Deducir, pensó, es extraer un juicio a partir de hechos, proposiciones o principios, sean generales o particulares. Eso es lo que han hecho quienes afirman que Dios existe o que no existe, pensó, mientras abría la llave de la manguera del jardín para regar sus plantas, unos arriates con acahual amarillo y otros con bejuco blanco — Ipomoea indica, les decía en latín a sus amigos, para presumir que sabía de plantas—. —¿Pero por qué son moradas, si en su nombre dice que son blancas?, le cuestionaban los amigos, cuando lo visitaban para asar carne y tomar cerveza.

—Pero ¿cómo Stephen Hawking se atrevió a hacer esa afirmación a priori?, regresó Justino a sus pensamientos, mientras regaba las flores y veía a lo lejos el libro del científico que sufrió de Esclerosis Lateral Amiotrófica, también conocida como ELA, una enfermedad que progresivamente le fue dañando las neuronas motoras cerebrales y de la médula espinal. A Justino lo habían formado en la fe ciega, heredada por sus padres y cuestionarse, preguntarse sobre este tema parecía algo sacrílego, pero no dejó de hacerlo.

Los seres humanos creen en Dios o en fuerzas superiores desde sus primeros pasos en este mundo, reflexionó. Nadie lo sabe a ciencia cierta, hasta que te mueres y entonces te encuentras ante tu creador o ante la nada, como pensaban los existencialistas nihilistas, se argumentó, ya que recién había leído La Peste de Albert Camus y El primer hombre. Si la vida es tan maravillosa, aquí en corto, en un minúsculo jardín, al lado de los que amamos, con un café caliente, con un chocolate o un agua fresca en la mano, ¿cómo podemos pensar que todo se acaba con la muerte?

Dios no existe y no hay vida después de la muerte, pero los extraterrestres sí existen, decía Hawking en ese libro que estaba ahí en su jardín. —¿Cómo pudo afirmar eso, antes de demostrarlo por sí mismo?, volvió a preguntarse Justino. Y su respuesta fue la misma que utilizaría Santo Tomás de Aquino en sus famosas vías para conocer a Dios. Él creía, porque así le habían enseñado sus padres, pero también sabía cuestionar, porque eso estaba en su inteligencia.

Justino desconfiaba de los fanatismos, de las ideas absolutas y por eso prefería cuestionar y cuestionarse. Por respeto, solía darles la razón a todos, aunque él tuviera sus propias ideas. Claro, cuando se trataba de defender sus postulados lo hacía, pero siempre señalando que esa era su perspectiva, uno de los lados de la caleidoscópica realidad del ser humano. Así, esa tarde, atraído por el olor del café que ya hervía en la cocina de su casa, apagó la llave de la manguera, recogió el libro y se metió a casa. Afuera, las gallinas seguían picoteando la tierra.

Cuando Justino de Los Santos terminó de leer Breves respuestas a las grandes preguntas, de Stephen Hawking, se quedó callado, pensando una y otra vez en eso que decía el científico británico sobre que Dios no existe. Su dicho, pensó, tiene las mismas pruebas que afirmar que sí existe, porque nadie lo ha demostrado científicamente. Mientras veía las gallinas de su patio, picotear la tierra, recordó las clases que le dio el padre Manuel Vázquez Montero, un peroteño erudito que fundó el colegio Cristóbal Colón en el puerto de Veracruz.

Deducir, pensó, es extraer un juicio a partir de hechos, proposiciones o principios, sean generales o particulares. Eso es lo que han hecho quienes afirman que Dios existe o que no existe, pensó, mientras abría la llave de la manguera del jardín para regar sus plantas, unos arriates con acahual amarillo y otros con bejuco blanco — Ipomoea indica, les decía en latín a sus amigos, para presumir que sabía de plantas—. —¿Pero por qué son moradas, si en su nombre dice que son blancas?, le cuestionaban los amigos, cuando lo visitaban para asar carne y tomar cerveza.

—Pero ¿cómo Stephen Hawking se atrevió a hacer esa afirmación a priori?, regresó Justino a sus pensamientos, mientras regaba las flores y veía a lo lejos el libro del científico que sufrió de Esclerosis Lateral Amiotrófica, también conocida como ELA, una enfermedad que progresivamente le fue dañando las neuronas motoras cerebrales y de la médula espinal. A Justino lo habían formado en la fe ciega, heredada por sus padres y cuestionarse, preguntarse sobre este tema parecía algo sacrílego, pero no dejó de hacerlo.

Los seres humanos creen en Dios o en fuerzas superiores desde sus primeros pasos en este mundo, reflexionó. Nadie lo sabe a ciencia cierta, hasta que te mueres y entonces te encuentras ante tu creador o ante la nada, como pensaban los existencialistas nihilistas, se argumentó, ya que recién había leído La Peste de Albert Camus y El primer hombre. Si la vida es tan maravillosa, aquí en corto, en un minúsculo jardín, al lado de los que amamos, con un café caliente, con un chocolate o un agua fresca en la mano, ¿cómo podemos pensar que todo se acaba con la muerte?

Dios no existe y no hay vida después de la muerte, pero los extraterrestres sí existen, decía Hawking en ese libro que estaba ahí en su jardín. —¿Cómo pudo afirmar eso, antes de demostrarlo por sí mismo?, volvió a preguntarse Justino. Y su respuesta fue la misma que utilizaría Santo Tomás de Aquino en sus famosas vías para conocer a Dios. Él creía, porque así le habían enseñado sus padres, pero también sabía cuestionar, porque eso estaba en su inteligencia.

Justino desconfiaba de los fanatismos, de las ideas absolutas y por eso prefería cuestionar y cuestionarse. Por respeto, solía darles la razón a todos, aunque él tuviera sus propias ideas. Claro, cuando se trataba de defender sus postulados lo hacía, pero siempre señalando que esa era su perspectiva, uno de los lados de la caleidoscópica realidad del ser humano. Así, esa tarde, atraído por el olor del café que ya hervía en la cocina de su casa, apagó la llave de la manguera, recogió el libro y se metió a casa. Afuera, las gallinas seguían picoteando la tierra.

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