La última vez que lo vi, me contó Eunice esa tarde de cielo gris que presagiaba tormenta, fue en El Moro, en el corazón de la Ciudad de México. Bajamos del metro en San Juan de Letrán y caminamos unos pasos a esta churrería emblemática que desde 1935 fundó el español Francisco Iriarte. —¡Cómo sabes de este lugar!, me dijo sorprendido cuando le conté la historia.
En la entrada pidió una torta de pierna con mole y ya sentados, se agasajó con media docena de churros que zambulló una y otra vez en el vaso del chocolate caliente. ¡Son una delicia!, expresó, elogiando la receta del hombre que llegó desde Elizondo, en el valle del Baztán, España, para probar suerte en la que ya se perfilaba como la gran metrópoli de nuestro país.
Lo noté raro, pero no le dije nada. Estaba muy pensativo. Revisó la carta nuevamente y pensé que pediría otra de pierna con mole, pero no, se empezó a reír. —¿Quién crees que pida una torta de tinga de setas?, dijo de manera socarrona. —Bueno, le contesté, cada día hay más veganos en esta ciudad y en todo el mundo. —No, no, yo prefiero la de pierna con mole o la de pastor. —Y tráigame un topo chico, le dijo a una mesera, refiriéndose al agua mineral.
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Caminamos por la calle República de Uruguay, doblamos en Palma y me dijo: —Mira, no sabía que había aquí un Café de La Parroquia, pero bueno, la verdad que ese chocolate y esos churros no estaban mal. Cuando topamos Madero le comenté que ya estaba cansada. —Tú aguanta, ya casi llegamos, sólo quiero ir a Catedral a rezar y ya de ahí nos vamos a donde quieras. —Es más, te invito a comer al restaurante Miralto, en la torre Latinoamericana.
No le hice mucho caso y continuamos caminando. Seguía sintiéndolo raro, con la mirada un tanto perdida, con espacios profundos de seriedad, de nostalgia y con sobresaltos de alegría. Entró serio a Catedral y se quedó mucho tiempo sentado en una banca. Algo le pasaba. Ya no tenía dudas de ello. Salimos callados del tempo y regresamos a Madero. Un río caudaloso de seres humanos nos rodeo por izquierda, derecha, frente y tras. Lo sorteamos, tomados de la mano unas veces, abrazados otros. Me sentí muy feliz.
Llegamos a la Torre Latinoamericana y subimos sin ninguna dificultad al piso 41. Nos sentamos para admirar la grandeza de la ciudad. Yo pensé en la Torre de Babel y en el afán de los seres humanos por mostrar su grandeza. Él seguía callado. Pedimos cerveza, unas tapas españolas de jamón serrano, anchoas y salmón ahumado. A mi se me antojó una arrachera y él pidió camarones al tequila. Recordamos nuestros últimos años, reímos como nunca, disfrutamos las postales espectaculares de la ciudad.
Bajamos del piso 41 abrazados. Fue una tarde única. Jamás lo olvidaré. A pesar del agasajo se nos antojó una nieve Santa Clara. Yo pedí una de tinto y él de mango, porque dice que el mango siempre le recuerda a su pueblo. Nos subimos a la estación del metro y nos abrazamos. Llegamos a casa y él me dijo que iba a ver a unas personas, muy cerca, para atender un compromiso. Me quedé dormida. Desde entonces no he querido despertar, porque él nunca regresó. Llevo diez años buscándolo y literal: se lo tragó la tierra, me dijo, intentando llorar, pero sus ojos ya están secos, agrietados, como la laguna de El Farallón.