Desde que era niño, Samuel descubrió que era diferente. A regañadientes aceptaba la ropa que su madre le compraba, sufría cuando su padre lo llevaba al campo de fútbol para jugar con sus amigos y emborracharse, con cartones y cartones de caguamas. El sudor y el polvo le fastidiaban, aunque desde esa época se dio cuenta que le gustaba ver las piernas de los jugadores, sus cuerpos atléticos y el sudor corriendo por sus rostros.
Su hermano mayor, Demián, fue el primero que descubrió que Sami, como le decían en casa, era “raro” y castrarlo —molestarlo, en el lenguaje de la costa— se convirtió en su deporte favorito. —Qué se me hace que tú eres maricón, le decía. Cuando se molestaba, porque su padre lo reprendía o porque la madre le daba atenciones especiales, Demián corría por la casa gritándole: mariquita, mariquita sin calzones, te los quitas, te los pones.
Cuando llegó a la preparatoria y el hermano iniciaba la secundaria, el castre —como decimos los jarochos— se volvió más recurrente, pero hacia el propio Demián, que no toleraba que sus compañeros se burlaran de él por tener un hermano “marica”. Las peleas de Demián por salvar su honra fueron memorables y mientras él se desgarraba las vestiduras por la honra, Sami dejó de ocultar eso que le nacía del alma y decidió ser él, a pesar de todo.
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Un domingo por la tarde, en una kermese parroquial, luego de que en confesión le contara de sus deseos, el padre Antonio le dijo que eso no era malo, se lo llevó a la sacristía, lo besó, lo acarició, le dijo al oído que disfrutara. Sami se sintió feliz porque Dios estaba bendiciendo eso que reprimía desde niño, que sus compañeros le criticaban y que a su hermano Demián tanto le molestaba.
Un día, al padre Tony, como le decía la gente, lo cambiaron de la parroquia y llegó don Francisco, un cura recio, formado en grandes colegios clericales, de carácter, de una sola pieza. Samuel estuvo en la misa de recepción y se mantuvo cerca de las actividades parroquiales, pensando que el cura continuaría con las prácticas del padre Tony. No fue así. Por el contrario, en una misa leyó la primera carta de San Pablo a los Corintios, señalando que “ni los afeminados ni los homosexuales” entrarían al Reino de los Cielos.
Samuel salió llorando del templo. Estaba confundido. Buscó al padre Tony para que le explicara, pero nunca volvió a saber de él. —¿Cómo puede ser esto?, se preguntó. Yo no pedí nacer así, yo no pedí ser como soy. A todos mis compañeros, desde que tengo memoria, les gustan las niñas y a mi no, a mi me gustan los niños, decía. Toda esa tarde lloró y se sumió en una gran depresión. Cuando llegó a casa su hermano lo recibió con una nueva golpiza. —Ya, maricón de mierda, deberías de irte de esta casa, eres una deshonra, le lanzó a la cara. Su madre lo abrazó, mientras su padre seguía con sus amigos, emborrachándose con cartones y cartones de caguamas.
Habíamos sido compañeros en la escuela primaria y yo nunca noté que era “el raro” del salón. Siempre me pareció un tipo muy listo y lo admiraba. El día que me lo encontré, muchos años después de que pasamos por ese colegio que tantos recuerdos nos dejó, me contó la historia y lloramos juntos. Lo abracé y le dije que lo admiraba porque había decidido ser él mismo. Sonrió con una sonrisa que nunca olvidaré.