Nació en 1926 en un pueblito de la sierra norte de Puebla, en el mismo año que vieron la luz José Alfredo Jiménez y Jaime Sabines.
Nunca se emborrachó, a diferencia del autor de Camino de Guanajuato, quien escribió y cantó con elocuencia que “la vida no vale nada” porque “comienza siempre llorando y así, llorando se acaba”.
Un 5 de octubre, fiesta de San Francisquito en Tlajomulco, le dio un trago a un Titán de mezcal de pechuga y sintió que le quemó el alma.
Ese día, a los pies del santo de Asís y frente al emblemático Cerro de Acolhua, en donde cuenta la leyenda que se veneraba a Camaxtli, deidad tlaxcalteca de la caza, la guerra, la esperanza y el fuego, decidió no volver a probar alcohol en su vida.
Huérfano de madre, sufrió desde muy pequeño al lado de su hermano. Cuidó borregos y cabras entre los montes, desarrollando una visión muy particular de la existencia y como Sabines, en la víspera de los 94 años, sigue diciendo que “le encanta Dios”, porque “inventó la muerte, para que la vida —no tú ni yo— la vida, sea para siempre”.
II
En 1935, con nueve años de edad, cayó enfermo de tifo —un mal que llegó a México con los conquistadores allá por 1526— y le vio por primera vez el rostro a la muerte. Además con 40 grados de temperatura, sin comer, sin medicamentos, sin doctor, sumido en la pobreza, se quedó como “muerto”.
Lo único que recuerda, antes de caer en la inconsciencia, fue ver a un lechón que su padre había comprado para engordarlo y comérselo en el Día de Muertos. Era un animalito muy pequeño y flacucho, de apenas unos 6 o 7 kilos. “Cuando desperté, el cerdo tenía ya seis meses y unos 80 kilos, ya listo para el matadero”.
Ahí, en el petate de la casa de tierra, dejó de escuchar el canto de los pájaros, el olor de la tierra cuando cae la lluvia, de las habas tiernas y las calabacitas en caldo. “No me movía, estaba como muerto”. En el limbo de la memoria, recuerda levemente que una señora los bañaba a él y a su hermano —también tirado en la esquina de la casa— con agua de muicle, una planta que su padre sacaba de un barranco y que desde tiempos muy antiguos la gente utilizaba para bajar la temperatura, la presión arterial o para las hemorragias.
Sobrevivió, a pesar de que ese año en el país, los muertos por tifo llegaron a mil 485, según contó el doctor Rafael Olivera Toro. Claro, los muertos que murieron para ser contados. Los otros, los sin rostro, quedaron en el olvido.
III
Un día, junto a un horno de cal, entre piedras rojizas y llamas azules que alcanzaban los 900 grados centígrados, le dijo a Juliana que si quería casarse con él. Al pie de nuestra señora de Santa María de la Natividad, en Cuyoaco, se juraron amor eterno. Tuvieron dos hijos y un día, cansados de los abrojos y las espinas, del viento helado de la mañana, de intentar sacar agua de las piedras, siguieron el horizonte y la serpenteada cuenca del río Apulco y llegaron a Veracruz, confiando en la generosidad de esas tierras.
Allá, entre los ocotes y encinos, entre el maíz seco y los magueyes se quedó su casa, un burro y dos perros fieles que les lloraron durante una semana completa hasta que el hambre les quitó las fuerzas.
Con el paso de los años se encontró de nuevo con la muerte. Un día, al caer de un árbol de mango y otro día cuando le reventó una tripa en las entrañas —peritonitis—.
Sobrevivió y siguió adelante, siempre callado, siempre trabajando, siempre atento a sus hijos y su familia.
IV
Una tarde fresca de otoño, de esas que anuncian la llegada de los muertos, le pregunté si dolía morir. Serio, sonriente, me dijo: vivir duele. Lo entendí a la perfección, porque sé que a sus casi 94 años es un sobreviviente de todo y sé que ha sido feliz.
—No quiero, me dijo, que gasten en un ataúd caro. Díganle a Román que me haga algo sencillo, de la madera que tenemos aquí en el pueblo. ¿Para qué un féretro lujoso? Como si de eso dependiera la salvación. Lo que importa es estar bien con Dios, nuestro señor, me añadió. Lo escuché callado, sin chistar.
Entonces tomé una copita de mezcal que recién traje de Tlajomulco y me serví, recordando el verso de José Alfredo: “Tómate esta botella conmigo, y en el último trago nos vamos…”. Y la dejé caer fuerte, en un solo chingadazo, para que no se me escaparan las lágrimas.
En 1935, con nueve años de edad, cayó enfermo de tifo —un mal que llegó a México con los conquistadores allá por 1526— y le vio por primera vez el rostro a la muerte. Con 40 grados de temperatura, sin comer, sin medicamentos, sin doctor, sumido en la pobreza, se quedó como “muerto”.