CIUDAD DEL VATICANO. La vida concebida, que nace, crece, envejece y se consume, con sus invocaciones y esperanzas, así como aquella frágil, enferma, envilecida y descartada, son “igualmente humanas”. Conceptos complejos y siempre actuales ya afrontados por el papa Francisco, esta vez subrayados con fuerza durante la audiencia concedida ayer a los miembros de la Pontificia Academia para la Vida.
En los últimos tiempos Bergoglio ha destacado en varias ocasiones la defensa de la vida desde que es concebida y hasta su fin natural, condenando así el aborto y la eutanasia. Pero en esta ocasión condenó sin medios términos, y con su habitual lenguaje fuerte y directo, todo aquello que ofende a la vida en sus diversos aspectos, definiendo este comportamiento como una “labor de la muerte”.
“Cuando privamos a los niños de su infancia, cuando entregamos los pobres al hambre, los perseguidos a la guerra y los ancianos al abandono, ¿acaso no hacemos nosotros mismos el trabajo sucio de la muerte?”, preguntó el Papa jesuita.
Bergoglio lanzo su anatema esta vez de frente a un organismo eclesiástico, pero sus palabras, como en la mayoría de los discursos del pontífice de turno, revisten un mensaje a nivel universal y un llamado en particular al mundo católico.
“En el laboratorio de la biología se estudia la vida con instrumentos que permiten explorar sus aspectos físicos, químicos y mecánicos... un estudio importante e imprescindible pero que debe ser integrado en una perspectiva más amplia y más profunda, que pide atención a la vida propiamente humana, que irrumpe en la escena mundial con el prodigio de la palabra y del pensamiento, de los afectos y del espíritu”, dijo.
Y ese “trabajo sucio de la muerte” que se comete ofendiendo a la vida, destinando los pobres al hambre, los perseguidos de todas las edades a la guerra y los ancianos al abandono”, son resultado “del mal, que trata de convencernos que la muerte es el fin de todo, que llegamos al mundo de casualidad y que estamos destinados a terminar en la nada. Este es el trabajo de la muerte!”, añadió Francisco.
Excluyendo al prójimo de nuestro horizonte, puntualizó Bergoglio al final de su discurso, la vida se encierra en sí misma y se convierte en un bien de consumo”, y esto “se difunde como un virus espiritual muy contagioso que nos condena a convertirnos en hombres-espejo que ven sólo a sí mismos”.